Los Khevsur, los últimos cruzados

Por Gerardo Cadierno. Martes 11 de mayo de 1915 (miércoles 28 de abril en el calendario juliano), la primavera asolea la capital del virreinato ruso del Cáucaso, el nuevo rol que le correspondía jugar a Tbilisi, otrora sede de la monarquía de Georgia.

Un sol cordial le da vida a los bazares, al paseo del Tártaro y, junto a él, al edificio de la gobernación y, en el acantilado del río Mtkvari, a la catedral de la iglesia ortodoxa de la Asunción, una de las sedes episcopales más antiguas del planeta.

Allí fue donde el legendario, Vakhtang I Gorgasali, Cabeza de Lobo, logró la santidad al derrotar a los persas sasánidas tras lo cual construyó la primera iglesia para mayor gloria de la madre de Dios. 

El resto de la capital, fue levantada en el siglo XIII por otro rey santificado, Demetrio II, El Devoto o El Inmolado, cristiano, polígamo, y decapitado por los mogoles de Arghun Khan, el jefe del ilkhanato de Persia, conocido por enviar embajadas a Roma para aliar a los descendientes de Genghis Khan con los francos y en contra de los sarracenos.

En esa amable Tbilisi, es la hora del paseo, cuando la gente decente apura un aperitivo lejos de los cañones y la carne podrida que puebla el frente de guerra que ensangrienta el duelo de dos imperios que, aunque no lo saben, ya están condenados: la Tercera Roma con sede en Moscú y la Sublime Puerta que desde Constantinopla controla los estrechos.

La línea que divide y enfrenta  a rusos y turcos va desde Trebisonda hasta Persia y el mar Caspio. En ese tajo de sangre confrontan el dilecto hijo de Dios, Nicolás II Romanov, contra el Califa de los Creyentes, el sultán Muhammad V. 

Los rusos acaban de imponerse en la batalla de Sarıkamış, una enfrentamiento donde el número de bajas es obsceno y los otomanos ven a los armenios imponerse, después de siglos, en el lago Van. La venganza será atroz y dará origen a una palabra de fama mundial: genocidio. 

Una marcha desde el pasado
Fue en ese día y en esa calle, donde un centenar de hombres apareció ese día marchando desde la nada, enfundados en incomprensibles armaduras y con apariencia de haber salido de una novela de Walter Scott. 

Escudos y lanzas suenan y anuncian que, finalmente, están aquí. Son hombres curtidos y barbados que hablan y gritan en una lengua dura, pero reconocible, y que marchan, algunos a caballo, y, la mayoría, a pie.

El pequeño regimiento marcha con yelmos y cubierto con cotas de mallas. Llevan espadas bastardas, escudos pequeños y mazas, y, entre el hierro asoman mosquetones que ya eran viejos cuando Catalina, la Grande, abordaba su aventura caucásica.

Ante la oscura aparición, las madres abrazan a sus hijos y corren, mientras algunos hombres observan. Puertas y ventanas se clausuran y las iglesias recuperan el reflejo de advertir con campanadas la llegada de un invasor. 

Todos se persignan ante estos hombres profundos que nadie confunde con los maximalistas que tienen a maltraer al zar.

El siglo XIII regresa desde el fondo de las montañas, y lo hace por la avenida central, el Paseo Golovin, pasan por la catedral neobizantina de Aleksandr Nevskij, y caminan hasta el pretencioso palacio virreinal donde una cerrada compañía de cosacos a caballo y con sus sables desenvainados les cierra el paso. Cualquier gesto equivocado o equívoco puede provocar una masacre. 

Un oficial cosaco se adelanta hacia la modesta muchedumbre de armaduras plateadas. De negro en caballo negro, un adusto jinete que asustaría a cualquiera pero al que los guerreros salidos de la historia no le hacen mayor caso.

De repente, uno de los invasores que descansa en cuclillas, con su espada rompehuesos sobre el hombro, se incorpora y grita: “Dónde está la guerra ¡Sabemos que hay una guerra!”

Tras el grito, los guerreros rugen un alarido de victoria y exhiben su botín: mosquetes que tomaron a los turcos, dagas chechenas, espadas tártaras y hachas persas. 



Luego de esa muestra de ardor bélico, comienza la hora de la diplomacia que alejará a ese ejército de Tbilisi. Por un lado, algunos serán invitados de honor en la gobernación; los más jóvenes se sumarán a distintas unidades del ejército imperial, y la mayoría regresará a sus valles de Khevsuria a cuidar el flanco norte de improbables invasiones.

La leyenda parecía ser verdad: los señores de la guerra, los clanes que nunca se inclinaron ante los nobles de la región que les confiaban a sus hijos, estaban ahí con sus cotas de malla tan parecidas a las de la Lorena francesa y con escudos y armaduras con las letras AMD, Ave Mater Dei, el lema de los cruzados liderados por Godofredo de Bouillon, el hombre que no quiso portar corona real en Jerusalem, donde Cristo portó la de espinas y prefirió el servicial título de Defensor del Santo Sepulcro.

Son la tribu perdida de exiliados en el tiempo que mantiene sus tradiciones y un modo de vida medieval tal como corresponde a los herederos de los cruzados.

Qué grito de guerra habrá convocado a los khevsur, luchadores en justas y grandes guerreros, alejados de un mundo que los había olvidado para hacerlos descender desde sus valles secretos para tomar partido por los herederos de Ricardo, Corazón de León y Luis XI, el Santo.

Los khevsuretis que marcharon por Tbilisi llegaron desde sus siempre invernales valles a luchar por el zar cristiano. Bajaron de la Iberia caucásica, enclave cristiano de la ruta de la seda, pues habían oído que la Santa Cruz estaba en guerra contra la Media Luna.

Sin embargo, a los generales británicos no les importaron demasiado las genealogías montañesas y los rechazaron aunque sabemos que unos pocos llegaron a luchar contra las tropas otomanas del sultán de Turquía luciendo sus armaduras completas, enarbolando espada y portando escudo.


Los khevsuretis, el mito de los valles

Más allá del mito, no hay mucho que sepamos de ellos salvo los testimonios de algunos viajeros que suelen contradecirse los unos a los otros.

Uno de ellos es el de un periodista y fotógrafo británico quien, en 1918, se topó con este pueblo y los acompañó, aproximadamente, durante un par de semanas.

En ese tiempo retrató a los khevsuretis, a los que consideró, según los criterios de época, como un anacronismo viviente que habitaba en Georgia, en las cimas del Cáucaso, entre cotas de malla, almófares, yelmos, espadas y escudos, en una región a la que la nieve aislaba, al menos, nueve meses al año, a quienes vivían en esas cumbres y valles.

Años más tarde, en 1935, el aventurero y cronista norteamericano Richard Halliburton, contó en su libro de viajes, Botas de siete leguas, que nuestros amigos se decían descendientes de un grupo de cruzados que se habían separado, primero, y perdido, después, por lo que debieron iniciar una colonia en puntos inaccesibles del Cáucaso donde preservaron sus tradiciones.

Es necesario tomar el trabajo del norteamericano con pinzas pues va del pintoresquismo etnocéntrico hasta la idealización romántica típica de los aventureros  de su clase y no deja de ofrecer una visión de de un pasado cristalizado que colisiona con una civilización industrial sin límites.

Halliburton describe, admirado, a una cultura donde el honor está por sobre todo y se defiende a duelo, donde la cebada de las diosas lunares aún es pan y cerveza, y en la que el aislamiento habría favorecido el retorno de las creencias de la triple diosa con el dios de los hijos del hierro.

“Para los duelos, que parecen la única forma aceptada de resolver disputas, los participantes se visten con sus armaduras. También pelean por diversión. Como sus antepasados, los caballeros cruzados, tienen verdadera pasión por ponerse sus camisas de anillas y enfrentarse a un oponente con espadas. Luchar, tanto con buen humor como con mal humor, en esta tierra donde los libros son desconocidos y en la que otras formas de deporte o entretenimiento simplemente no existen, es la única forma de expresarse.

El domingo está reservado para emborracharse y retarse a duelos”. describe el norteamericano.

Lo cierto, más allá de folklorismos, es que se aún conservan cotas de malla provenientes de la zona. Además, hay estudios etnográficos rusos del siglo XIX y principios del XX recogidos en 1911 por la Ænciclopedia Británica que dan cuenta de la costumbre de la vestimenta anacrónica y de la importancia de los duelos como ordenador en esta sociedad. 

“Viendo lo interesados que estábamos en las cotas de malla, el anciano de la aldea seleccionó media docena y me dejó examinarlas y probarme una. El traje completo, incluyendo el escudo y la espada, pesaba alrededor de treinta libras (13 kilos)”, apunta el norteamericano y agrega: “Las cotas de malla originales están terriblemente oxidadas, ya que los propietarios ya no recuerdan cómo conservarlas correctamente. Las nuevas están hechas de cobre robado de los hilos de telégrafo de las vías de comunicación. Son más limpias y ligeras que el acero, pero no ofrecen ningún tipo de protección.”

En medio de esta descripción que combina elementos del retorno a la inocencia y del buen salvaje, Halliburton asegura reconocer en el lecto de los montañeses palabras en francés y alemán.

Así, su religión combinaba en disímiles proporciones el cristianismo ortodoxo de la cruz y la espada, con un dios vagamente uno y trino que moraba en paganos santuarios naturales entre montañas donde se reunían los jefes de las aldeas a discutir mientras bebían cerveza de cebada de modo ritual, primero, y orgiástico, después.

Los guerreros khevsur, con sus cotas de malla y armados con enormes espadas, exhibían en sus jubones una ornamentación cruciforme y con iconos algo que para Halliburton evocaba a Bohemundo de Tarento,  Tancredo de Galilea,  Eustaquio III de Bolonia;  Esteban II de Blois, Gerardo I de Rosellón, Berenguer Ramón II o Godofredo de Bouillón.

Si el viajero gringo hubiese leído al griego Herodoto habría sabido que cinco siglos antes del nacimiento de Belén, las montañesas del Cáucaso eran brillantes tejedoras de punto y de encajes de las chokha, una prenda que cubría a sus hombres en el combate y que aún usaban entrado el siglo XX.

El traje tradicional de Khevsureti incluye una prenda superior masculina llamada la perangi . Si bien esto tiene cierto parecido con el atuendo clásico de Georgia, el chokha, es más corto, de forma trapezoidal, cuenta una potente paleta de color y uso motivos decorativos cruciformes.

El refugio de los cruzados

El territorio de Khevsureti era conocido por los cronistas medievales como Pkhovi y abarcaba, también, el Pshavi. 

En esas tierras altas de Georgia fueron donde predicó, durante el siglo IV, san Nino, enviado por los recién bautizados reyes de Iberia: Mirian III y su reina Nana.

Georgia nunca tuvo un típico sistema feudal pues su caprichosa geografía favorecía el tejido de una red de clanes unidos por las mismas tradiciones y valores que muchas veces los separaban.

Esta organización se mantuvo durante siglos en las tierras altas donde los clanes tenían gran autonomía y elegían a sus propias autoridades basados en un criterio que oscilaba entre lo religioso y lo violento.

Llamado khevisberi, es decir, anciano, el líder solía ser acompañado por un consejo de pares y como clan sólo reconocían al monarca sin intermediarios, siempre y cuando no se metieran en sus temas domésticos.


Guerreros excepcionales, muy entrenados y tan valerosos como leales, muchos de ellos fueron honrados con su designación como guardias reales. De ese modo, no era extraño verlos cabalgar en batalla bajo las banderas blancas con cruces rojas y los estandartes de los reyes de Georgia a quien custodiaban aún a riesgo de perder su propia vida. 

El etnógrafo ruso Arnold Zisserman, que pasó 25 años -entre 1842 y 1867-  durante la expansión de Rusia en el Cáucaso fue quien postuló que estos montañeses eran descendientes de los cruzados al sostener que su cultura popular, su material bélico y algunas prácticas religiosas se parecían y remitían a la de los francos.

Zisserman también contó que los khevsurs conservan la tradición de un primer antepasado común llamado Gudaneli quien habría sido vasallo de un propietario en Kajeti, y que acusado por un crimen huyó para escapar del castigo.

Refugiado en Pshav Apsho, tuvo dos hijos: Arabuli y Chincharauli quienes originaron dos casas que devinieron en pueblos que se mencionan en las fuentes griegas, romanas y georgianas datadas siglos antes del inicio de las cruzadas europeas lo que vuelve imposible la inverosímil hipótesis popularizada por Richard Halliburton en 1935. 

Estaban tan aislados que aún hablaban un dialecto local que se asemejaba al georgiano literario de la Edad Media y con el que cantaban baladas que fueron paridas en fuegos comunitarios y transmitidas de padres a hijos.

Fue en esa línea que el poeta georgiano Luk'a Razik'ashvili -conocido como Vazha Pshavela-  describió a fines del siglo XIX a los khevsureti no desde la etnografía pura y dura sino desde sus poemas centenarios escritos desde una concepción entre pagana y panteísta con una lírica de pinceladas mágicas que retrataba prácticas ancestrales de los montañeses georgianos y que formaban el lazo de identidad que forjó una comunidad donde los valores son más importantes que el prestigio.

Sirva como ejemplo el poema Aluda Ketelauri, que cuenta cómo un joven khevsur del pueblo de Shatili, persiguió a los kists de Ingushetia para vengar a su pueblo asesinado por los invasores. 

Cuando llegó a su última víctima, Mussah, Aluda lloró en homenaje a su rival dispuesto morir por Allah. Tras su victoria, regresó a Shatili de donde fue expulsado por haber manifestado su admiración por un adversario tan valiente.

Honor y el valor del valor

De estas tierras, la Ænciclopedia Británica cuenta que durante el parto la mujer es, literalmente, encarcelada en una alejada y solitaria cabaña alrededor de la cual desfila su marido mientras dispara su fusil. Allí madre e hijo permanecerán encerrados durante un mes hasta que regresarán a la aldea mientras la cabaña es incendiada.

Pese a que las relaciones sexuales antes del matrimonio estaban estrictamente prohibidas, y que cualquier hombre que violara esta regla era condenado a muerte, existía una tradición conocida como sts'orproba o ts'ats'loba donde cualquier pareja podía pasar junta la noche siempre y cuando la honra de la doncella estuviera custodiada por una wagneriana espada colocada entre ellos en lo que constituye una versión caucásica de Tristán e Isolda

Otra demostración del valor del valor y de los valores es que la Georgia medieval nunca transitó el feudalismo con su mandato religioso y mantuvo un corpus civil comunitario basado en las tradiciones antiguas que custodiaban a las aisladas comunidades de la montaña que elegían a sus jefes o khevisberi, líderes que sólo rendían cuentas a los consejos de ancianos y tributaban obediencia a los reyes entronados en Tblisi. 

Ese sentido del honor hizo que los hijos de la pequeña nobleza local sean criados en hogares campesinos, los glekhi, propiedad de familias reconocidas por su sabiduría y cualidades humanas donde se los educaba en la cultura, historia, tradiciones y experiencias basadas en los valores sintetizados por la escritora Ilia Chavchavadze como los “tres tesoros georgianos: idioma, tierra y fe” .

Formados en las cualidades tradicionales de coraje, franqueza, honestidad, fraternidad, independencia, amor a la libertad, el valor, la espada, la hermandad y su concepto de libertad son los valores en los que creen, junto con su síntesis particular del cristianismo y el paganismo donde; Cristo y el guerrero están protagonizados por Yakhsar, Kopala, Pirkushi y Ber-Baadur y su hermano mayor, Kviria, la estrella de la mañana. 

Los indicios de realidad de la leyenda
Pese a que considerarlos herederos de caballeros cruzados perdidos roza lo descabellado, es muy probable que hayan tenido contacto con los francos libertadores del Sepulcro a quienes en manuscritos de la época se los cuenta entre los participantes en algunas batallas contra los musulmanes libradas en las fronteras de Georgia.

De hecho se menciona a un centenar de francos que integraron el ejército del rey David IV de Georgia, que en agosto de 1121, reconquistó Tbilisi tras vencer a los turcos selyúcidas en la batalla de Didgori en lo que fue el inicio de la edad dorada al lograr “por siempre un arsenal y capital para sus hijos”, tal como relatan las crónicas que, también, destacan a los alanos y a toda una amalgama étnica que integraba la fuerza libertadora.

Entre los siglos XI y XIII, el imperio selyúcida se encontraba como una cuña entre los georgianos y el reino de Jerusalén creado tras la Primera Cruzada y se cree que no habría sido extraño que tras la caída de Jerusalén, algunos de sus habitantes cristianos buscaran refugio con los antiguos aliados de los reinos latinos de Oriente y las monarquías cristianas del Cáucaso, como la georgiana y la armenia, para asegurar las fronteras del norte del Levante y garantizar líneas de abastecimientos y comunicaciones con Bizancio.

Al fin y al cabo, los guardianes de las fronteras euroasiáticas lucharon durante siglos contra los persas, bizantinos, turco-mamelucos del imperio corasmiano, jázaros, mongoles, árabes, otomanos, chechenos y con quién sabe cuántas otras tribus en largas disputas repletas de terribles venganzas y duelos sangrientos. 

Además, en los tiempos de paz, muchos caballeros europeos pobres que erraban por Palestina tras cumplir con su promesa de visitar los lugares sagrados eran reclutados por los señores locales como mercenarios pues su formación y destreza militar era muy codiciada.

También es posible que durante la interminable marcha desde Europa occidental, una vez en el Cáucaso, una parte de estos caballeros peregrinos se perdiera entre los senderos remotos de las montañas, y que se establecieran en la región de Khevsureti donde  permanecieron durante siglos. 

También existe una hipótesis que sostiene que algunas tribus locales se alistaron durante la segunda cruzada bajo las insignias de la reina Eleonora de Aquitania lo que explicaría las afinidades con los cruzados francos. 

La última Cruzada
Los khevsur nunca fueron muchos. Un censo imperial ruso de 1873 los cifra en 4872, otro de 1926 en algo menos: 3.885.

Un estudio privado de fines del XIX contaba que estaban divididos en ocho comunidades: Barisakho, Guli, Roshka, Batsaligo, Akhieli, Shatili, Ardoti, Tolaant-Sopeli que reunían 61 pueblos, 1.251 casas en las que moraban 2.967 hombres y 3.029 mujeres que sumaban 5.996 almas.

Cada pueblo era un caserío o aldea fortificada llenas de torres aferradas a las laderas de las montañas en una vigilia constante ante la certeza de una incursión de musulmanes chechenos, kists o del Daguestán.  

Ellos fueron la muralla olvidada que protegió en silencio y con sangre el flanco norte de la Georgia que se empeñó en permanecer cristiana.

Entre estas fortificaciones, dispersas en toda la comarca, se destacan las de Khakhmati, Akhieli, Lebaiskari, Mutso, y Shatili. También, las cruces Gudani y Anatori.

¿Te suenan los nombres? No es extraño, muchos sostienen que desde esta Iberia partieron hace 3.000 años los ancestros de los actuales vascos en oleadas que vincularon el Cáucaso con el Pirineo, y, de allí, algunas similitudes idiomáticas.

El canto del cisne de los hijos de las Cruzadas, herederos de la toma de Jerusalem llegó tras la Segunda Guerra Mundial de la mano de otro georgiano que, tal vez, haya sido testigo de su marcha en Tbilisi: Iósif Vissariónovich Dzhugashvilia​, más conocido como Iósif Stalin, el burócrata genocida e ideólogo de la arquitectura social soviética.


En 1951, muchas tribus del Cáucaso que conservaban tradiciones que colisionaban con el nuevo hombre soviético fueron carne de éxodos obigatorios, exilios y trabajos forzados cuando no directamente liquidados. 

Trasladados a lejanos confines de tierras pobres, indóciles y ajenas, y con una demografía poco propicia fueron sometidas a un exterminio cultural del que sólo los descendientes que logran superar el síndrome de la vergüenza intentan reconstruir una tradición que lleva casi un siglo rota.

Hoy, Khevsureti es apenas una región histórica en el este de Georgia con capitalidad en una aldea llamada Shatili. 

Allí, en una superficie de 1036 kilómetros sobreviven 3200 personas, muchos de ellas trasplantadas desde Rusia en los 50. 

Como los otros aldeanos, los khevsureti crían ganado. Solían criar ovejas, pero, a diferencia de sus vecinos de Pshavi, Gudamakari y Tusheti, nunca se dedicaron a criar ovejas nómadas. 

También repudian comer y criar cerdos a los que consideran animales inmundos influenciados, probablemente, por sus vecinos musulmanes. 

Muchos de nuestros guerreros se establecieron en el sureste de Georgia donde hoy vive la mayoría de sus descendientes quienes, aún hoy, regresan una vez al año a sus montañas para participar de sus fiestas paganas de verano o, simplemente, para ver, una vez más, la patria de los últimos cruzados.

Comentarios

Entradas populares

Contactame

Nombre

Correo electrónico *

Mensaje *