Las trenzas de la siesta

 


Por Gerardo Cadierno. El pelotazo se fue derechito hacia el cielo.

Casi, casi, como si le hubiera apuntado, y terminó, como casi siempre, en el fondo de la casa vecina a la improvisada canchita.

El Changuito no esperó a que le dicten la sentencia que lo obligaba a buscar la pelota y se fue dispuesto a treparse al tapial para incursionar en esa casa ajena donde, entre las plantas que los dueños atesoraban, se había anidado la de cuero.

Baqueano en ese patio, el Changuito sabía que en él medraba un perro tan súbito como hostil y que, como siempre, saldría arañado por las espinas de esos rosales zonzos y sin perfume, pero crueles, de rosa desteñido.

Al Changuito no le importaba eso o si le atinaban un coscorrón, ni una amenaza de denuncia o el insulto que seguía a una siesta interrumpida por un pelotazo caído del cielo.

Porque al Changuito nada le importaba o le dolía si podía verla a ella, a la Chinita, por un instante, si se cruzaban sus ojos curiosos, profundos y de mirada sin tiempo.

Para el Changuito la eternidad estaba garantizada con sólo alcanzar a percibir la estela de las trenzas morenas de la Chinita.

Nada le importaba al Changuito, pibe manso pero chúcaro, salvo poder sospechar esa sonrisa secreta enmarcada en trenzas morenas, esa sonrisa misteriosa y silente de la Chinita, que al igual que la suya, su amor adivinaba en ella.



Esos locos bajitos Joan Manuel Serrat

Niño, deja ya de joder con la pelota.
Niño, que eso no se dice,
que eso no se hace,
que eso no se toca.



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