Teatro Abierto, volver a mirarnos
Por Gerardo Cadierno. 28 de julio de 1981. Eran las seis de la tarde y sobre el escenario del Teatro del Picadero, el presidente de la Asociación Argentina de Actores, Jorge Rivera López, leía la Declaración de Principios de Teatro Abierto, escrita por el dramaturgo Carlos Somigliana y refrendada por el conjunto de sus integrantes: “Porque queremos demostrar la existencia y vitalidad del teatro argentino, tantas veces negada…porque amamos dolorosamente a nuestro país y éste es el único homenaje que sabemos hacerle; y porque, por encima de todas las razones nos sentimos felices de estar juntos”.
Comenzaba una experiencia teatral que dejaría marca en la Argentina de la dictadura y que se extendería por el mundo de las artes y por las artes del mundo. Comenzaba Teatro Abierto.
Teatro Abierto fue una experiencia única en el mundo, un “movimiento estético-social que movilizó a un público que también estaba silenciado”, según lo definió el actor Onofre Lovero y cuya aparición se debió a la sumatoria de una serie de causas entre las cuales no sería menor la existencia de un movimiento de teatro independiente que arranca cuando Leonidas Barletta funda el Teatro del Pueblo en noviembre de 1930, tras el golpe de Uriburu que derriba al gobierno democrático de Hipólito Yrigoyen.
El director teatral Rubens Correa-explica que Barletta postulaba que “el actor como artista tiene la responsabilidad de decir lo que él cree que tiene que decir” y que esa idea llevó a que para 1938 hubiera más de 20 compañías.
“Hay una capacidad de producción que le viene al teatro argentino de su propia historia, cuando se plantea hacer 21 obras nuevas, con 21 escenografías y 21 elencos en muy pocos meses y sin recursos económicos, nadie dijo que eso era una locura, porque esa capacidad autogestiva está incorporada en el teatro argentino sin mucho discurseo”, concluye.
Fue así que en noviembre de 1980, un grupo de autores y actores empezaron a preguntarse alrededor de las mesas del bar de la Sociedad Argentina de Autores -Argentores-, cómo lograr visibiliizar a la dramaturgia local.
“Se buscaba demostrar la existencia del teatro argentino”, sintetizó el director Osvaldo Dragún, una suerte de cabeza visible e informal del movimiento que comenzaba a tomar forma y en el que participaban, entre otros, Roberto Cossa, Carlos Somigliana, Elio Gallípoli, Carlos Gorostiza, Máximo Soto, Ricardo Monti, Oscar Viale, Jorge García Alonso y Griselda Gambaro.
Decir no
El contexto no podía ser peor, el dictatorial Proceso de Reorganización Nacional transitaba su cuarto año, no se se vislumbraba en el horizonte ninguna intención aperturista y la economía empezaba a vivir las consecuencias de las políticas implementadas por el ex ministro José Alfredo Martínez de Hoz basadas en la especulación financiera y el efímero fenómeno de la plata dulce.
Por otra parte, la represión se mantenía, y, mientras los medios de consolidaban sus listas negras, artistas y autores debían emigrar o disciplinarse.
En ese clima de opresión se dieron dos hechos que funcionaron como disparadores. Uno concreto y otro simbólico.
El primero fue la previsible eliminación de la cátedra de Teatro Argentino Contemporáneo en la Escuela Municipal de Arte Dramático (EMAD). El segundo fue una declaración del director del Teatro San Martín, el ubicuo Kive Staiff, quien ante la pregunta de un periodista del diario Clarín acerca de por qué no se presentaban en los teatros públicos obras de autores argentinos intentó una ironía: “¿De qué autores? Si no hay autores argentinos”.
Si Staiff se hubiera tomado el trabajo de revisar podría haber encontrado obras como Visita y Marathon, de Ricardo Monti; El señor Galíndez y Telarañas, de Eduardo Pavlovsky; Archivo General de Indias de Paco Urondo; o Historias con cárcel, de Osvaldo Dragún.
“Teatro Abierto fue una respuesta a un gobierno dictatorial que estaba negando el teatro argentino; muchos actores y directores estábamos prohibidos y actuábamos con seudónimos, hubo también episodios de censura y autocensura y entonces surgió esta idea movilizada por Dragún de hacer 21 obras cortas nuevas de 21 autores tres por día todos los días de la semana”, sintetizó Rubens Correa.
Otro de los miembros iniciales, el dramaturgo Elio Gallipoli, puso de relieve la personalidad de Dragún y su “capacidad superlativa para enlazar todas las parcialidades, aun las más tironeadas” y definió a Teatro Abierto como un “acto creativo” de gente con “gran capacidad de gestión y amplitud de pensamiento”.
“No mandaba nadie, todos hacíamos”, contaba el iluminador Jorge Merzari.
La democracia de los iguales
El plan estableció que se presentarían tres obras diarias durante una semana. En total serían 21 obras de 21 autores cercanos al grupo organizador a los que se les pondrían sólo dos consignas: obras de un acto y relacionadas con la actualidad argentina, luego cada uno de ellos podría elegir su tema sin ningún tipo de condicionamiento ni limitación; además, seleccionarían a su director y actores.
El 12 de mayo, Dragún anuncia a la prensa la realización del evento cuya sede sería el Picadero, una sala de algo menos de 300 butacas, que tenía tradición en albergar al teatro independiente, y, además, su ubicación, en el actual pasaje Enrique Santos Discepolo, facilitaba la llegada de público y la salida de actores, directores y técnicos -todos trabajaban ad honorem– que podrían tener alguna otra obligación laboral en el centro. Fue por eso que las obras comenzaban a las 18.
Los costos de producción serían solventados con la venta anticipada de abonos, una apuesta a la incertidumbre que pronto se reveló exitosa: se agotaron en unos días y el primer ensayo abierto al público fue a sala llena.
Tiempo después se supo que, además de la preventa, hubo aportes particulares, entre ellos el de Abel Santa Cruz autor estrella de la TV, y creador de Jacinta Pichimahuida y libretista de las tiras de Andrea del Boca.
También pusieron unos pesos Argentores y el Banco Credicoop. Es que el costo de las entrados estaba fijado en la mitad de lo que salía una entrada de cine.
El 28 de julio en el escenario del Picadero, se estrenaron Decir sí, de Gambaro; El que me toca es un chancho, de Alberto Drago, y El nuevo mundo, de Somigliana.
“Eramos unos doscientos en la anarquía total. Nunca vi funcionar tan bien a una anarquía. Nadie dirigía al monstruo. El caso es que la democracia de los iguales funciona muy bien; lo que funciona mal es la democracia de los desiguales”, resumió Dragún.
Todos los fuegos, el fuego
La noche que llevaba del 5 al 6 de agosto, un incendio devoró el Picadero del que sólo se salvaron camarines y fachada.
El incendio, nunca aclarado del todo, habría sido obra de un grupo de tareas, vinculado a la Marina. Esas tres bombas incendiarias que estallaron tras la presentación de Tercero incluido de Eduardo Pavloski fueron el broche final de una escalada de amenazas y agresiones como la colocación de pastillas insecticidas para obligar al público a abandonar la sala.
Los bomberos de la Federal tardaron más de 40 minutos en apagar el fuego se excusaron en la falta de agua para combatir el fuego.
A la mañana siguiente el periodista Bernardo Neustadt, uno de los panegiristas de la dictadura, comentaría en su programa de radio el incendio con estas palabras: “¿Qué pena, no? Se quemó una ilusión”.
“No hay mal que por bien no venga. No hay incendio, de teatro, que por bien no venga. Sobre todo con el frío que hace. (…) Naturalmente, de la noche a la mañana, se prendió fuego el Picadero, ….Hace días otro teatro ardió en Tucumán. Pura casualidad. Casualidad contagiosa. El azar del fuego parece tener debilidad por los teatros”, escribió Rodolfo Braceli en Siete Días.
En esa columna que era un retrato de época, Braceli sostenía que “un teatro se quemó pero surgió otro. La intemperie nos abrigará de esa esquizofrenia demencial que incendia o que elimina seres humanos por pensar diferente”, y al preguntarse “¿qué es la patria?”, respondía que “también es la patria el entrañable teatro derrumbado, que sigue y prosigue. Porque las llamas nunca podrán con la primordial llamita”.
La solidaridad fue inmediata: decenas de técnicos y artistas se concentraron en vigilia frente al teatro arrasado, llegaron adhesiones desde todo el mundo, Jorge Luis Borges se solidarizó a través de un telegrama, se multiplicaron las reuniones y encuentros.
Interludio para el fuego
En Argentina el 30 de noviembre se celebra el Día Nacional del Teatro. La fecha no recuerda un nacimiento, un estreno o un deceso.
No, recuerda el incendio del Teatro de la Ranchería, primer teatro de Buenos Aires que se prendió fuego en 1792 a causa de una chambonada con fuego artificiales que se llevaron en una nube de cenizas a la Casa de Comedias -tal su nombre- un galpón de ladrillos con techo de paja en las actuales Moreno y Chacabuco donde, para mayor desgracia, se encontraba el manuscrito de Siripo, la primera obra de un dramaturgo criollo: Manuel José de Lavardén .
Buenos Aires tiene una tradición en la materia, sea por desprolijidades, azares del seguro o fascismos.
En 1961 se prendió fuego una parte del Teatro Nacional Cervantes con importantes los daños en su estructura; en 1973 un comando paramilitar de la derecha peronista hizo estallar una bomba en el estreno de Jesucristo Superstar, el musical de Andrew Lloyd Weber, que incendió el Teatro Argentino, y en 1979 fue el turno del Avenida.
En 1982, el Teatro El Nacional fue consumido por el fuego mientras se representaba una revista con la Susana Giménez, que parodiaba a la dictadura militar en uno de sus números.
Más acá, en 2018 y tras cuatro años cerrado, ardió el Teatro Presidente Alvear.
Sería interesante recordar al dramaturgo italiano Eugenio Barba, doctor honoris causa de la Universidad de Buenos Aires y fundador del Odin Teatret dinamarqués.
Barba fue muy amigo de Dragún, en 2005 dio un discurso en el hall del Cervantes al que llamó Elogio del incendio en el que postuló que los teatros ardiendo son también una “celebración de la metamorfosis y, en consecuencia, de la resistencia”.
Nuestra historia sabe más de fuegos que de metamorfosis.
“Todos de aplauden”
Dos días después, el Teatro Lasalle fue sede de una suerte de asamblea y conferencia de prensa en la que Osvaldo Dragún, Roberto Cossa, Jorge Rivera López, Luis Brandoni y Pepe Soriano, acompañados por el Adolfo Pérez Esquivel -galardonado con el Nobel de la Paz en 1980- y por Ernesto Sábato, informaban que, a pesar de todo, Teatro Abierto seguiría adelante.
“Teatro Abierto perteneció inicialmente a un grupo de actores, directores y técnicos que conformaban una parte -importante, pero una parte- del teatro argentino. Hoy Teatro Abierto pertenece a todo el país”, destacaba el documento leído por Dragún.
Para seguir adelante, recibieron el ofrecimiento de 17 teatros porteños, entre los empresarios más activos a la hora de dar una mano se encontraron Alejandro Romay y Carlos A. Petit.
Los organizadores optaron por el Tabarís, una sala de 700 butacas, en plena avenida Corrientes y con una gran tradición en el teatro de revistas.
La nueva etapa, que comenzó el 18 de agosto y terminó el 21 de setiembre, presentó 20 obras a sala llena y con niveles de emotividad y comunión entre público, técnico y artistas nunca vistas.
Más de 25 mil personas se dieron cita para presenciar -entre otras- Gris de ausencia, de Cossa; El acompañamiento, de Gorostiza; Lejana tierra prometida, de Halac; Papá querido, de Aída Bortnik; La cortina de abalorios, de Ricardo Monti; Decir sí, de Gambaro; y Tercero incluido, de Pavlovsky. Posteriormente, las piezas fueron compiladas y editadas en un libro que se agotó enseguida.
El final de ciclo contó con Alfredo Alcón sobre el escenario acompañado de actores, técnicos y autores recitando un poema de Raúl González Tuñón mientras que en la sala, repleta, al público se suman “cientos de personas que no pudieron entrar y esperaron tres horas… entran para aplaudir. Todos se aplauden”, recuerda Braceli.
Entre el espanto y la locura
El éxito de esa edición provocó que en 1982 se presentara un segundo ciclo con algunas modificaciones sustanciales.
Por un lado, las obras, si bien seguiría el formato de un acto y de hasta una hora, serían seleccionadas por un jurado de directores, actores y técnicos (no se incluían dramaturgos) mediante un concurso del que podrían participar tanto autores nacionales como extranjeros con un mínimo de cinco años de residencia en el país.
No sólo se duplicaba la cantidad de espectáculos sino que se sumaba un ciclo de teatro experimental que tendría un horario especial. De ese modo, 34 obras y 17 proyectos se dieron cita en los teatros Odeón y Margarita Xirgú.
Además, se sumaba la edición de la revista trimestral Teatro Abierto, y se ofrecieron seminarios, cursos y mesas redondas sobre la actualidad del teatro, todo financiado por la venta de los ocho mil ejemplares del libro Teatro Abierto 1981 y la venta anticipada de abonos.
A pesar de toda esa planificación hubo un factor que contribuyó a que no se cumplieran las expectativas: la invasión, la guerra y la derrota de Malvinas. Un evento pensado para un país, tendría lugar en otro.
El ciclo se llevó adelante entre octubre y noviembre: “Una expresión de medianía entre un teatro comercial y otro de tipo pobre, según la idea grotowskiana”, desmenuzaba el diario Clarín. Los mismos organizadores admitieron que “el clima de frustración y de incertidumbre no fue demasiado propicio para Teatro Abierto”.
Ganar la calle
Dicen que no hay dos sin tres. Y Teatro Abierto no fue la excepción. Con la apertura electoral como escenario, el ciclo se propuso revisar los siete años de dictadura y “ganar la calle”.
En esta ocasión se trabajaría sobre la creación colectiva, habría un espacio los lunes para actores que por sus compromisos no podían participar del ciclo, otro para presentar invitados de Latinoamérica, un ámbito para debatir las situaciones de Nicaragua, Chile y los desaparecidos en Argentina.
Con el Xirgú como sede formal, entre septiembre y noviembre de 1983 Buenos Aires se llenó de murgas, comparsas y elencos que al grito de “por un teatro popular sin censura” sumaron color al proceso de restauración democrática.
La calles fueron el escenario: “Teatro Abierto había dejado de ser un movimiento teatral. Ahora pertenecía a su gente, a los espectadores, al pueblo”, afirmaron los organizadores.
Final sin final
“En los años siguientes, Teatro Abierto se fue diluyendo. Predominaron las ideologías, los agrupamientos… Siempre hubo tironeos. Nunca fue una cosa idílica, pero la pasión estaba en primer plano. La capacidad de gestión de gente que apenas ha trascendido fue impresionante”, explica Elio Gallipoli sobre el fin del ciclo que en 1985 y 1986 tuvo dudosos epígonos.
Muchas de las obras presentadas hoy son clásicos de la dramaturgia local y se desarrollaron numerosos ciclos como Teatro por la Identidad en los cuáles -al decir de Dragún- el teatro local y su público lograron volver a “mirarse a la cara, sin vergüenza”.
País cerrado, teatro abierto
Un documental de 1990 que registra el movimiento e incluye material fílmico de ensayos y entrevistas.
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