Pascua, la fiesta de la vida


Por Gerardo Cadierno. La festividad de Pascua, que para el cristianismo es el Domingo de Resurrección, festeja la el retorno a la vida de Jesús al tercer día después de haber sido crucificado, muerto, sepultado y descendido a los infiernos.

Regido por el calendario lunar, su fecha está fijada para el primer domingo después de la luna llena que siga al equinoccio de primavera boreal, una ventana temporal que abarca del 22 de marzo al 25 de abril.

El vocablo castellano pascua proviene del latín páscae, que, a su vez, proviene del griego πάσχα (pasja), una adaptación del hebreo פסח (pésaj), que significa paso o salto.

Para los hebreos, un pueblo patriarcal y pastoril, la pascua era una fiesta en la que se mataba un cordero para pedir la fecundidad de sus manadas. 

Durante el cautiverio en Babilonia, la antigua fiesta de matzot fue resignificada y comenzó a celebrar la liberación mítica del pueblo elegido de la esclavitud en Egipto, el legendario paso del pueblo hebreo a través del Mar Rojo como símbolo del camino desde la esclavitud a la liberación en el marco de la ley representada en los diez mandamientos que Hashem (D’s) reveló a Moshe en el Sinaí y que fueron grabados con dedo de fuego en tablas de piedra.

Para los cristianos, en cambio significa otro paso: el de Jesús, el Cristo, el ungido, de la muerte a la vida. Un paso que diversos pueblos y civilizaciones han celebrado en distintos héroes solares como Moisés, Atón, Teseo, Marduk o Heracles y que no significa otra cosa que la transición desde el fin de un ciclo de muerte como el invierno hacia uno de vida como la primavera.

Poco a poco, a través de caminos y fuegos y a lo largo de los siglos las diversas tradiciones -entre ellas, la cristiana y la céltica- fueron fusionados y asimilados en un sincretismo que hizo que la alegría por el nacimiento del sol y el despertar de la naturaleza, se homologara a la celebración del nacimiento que implicaba la resurrección de Cristo.

La vida volvía en diversas formas, desde el hombre nuevo renacido en el amor del Hijo al reverdecer de los campos y desde la fertilidad de las manadas hasta las cosechas.

Pero en tanto fiesta de la fertilidad, esta celebración no podría ser propiedad exclusiva de los solares hijos del hierro sino que tiene componentes irrenunciables de las antiguas hijas de la luna.

Los sumerios, inventores de la Pascua
En efecto, el origen remoto proviene de la sumeria Innanna, quien no será otra que la caldea Ishtar, la fenicia Astarté, la endemoniada Astaroth, la cananeo-hebrea Marimané, el antecedente de una tal María, única mujer ascendida. 

Esta diosa madre sumeria nos llega a través de las sendas del ámbar de la mano de los celtas quienes la supieron llamar Eostre en la Galias, Easter en las britanias y Ostern en las Germanias y cuyas primeras referencias documentales se encuentran en el siglo VII gracias la trabajo del benedictino Beda el Venerable y que fueron rescatados en pleno auge del romanticismo de los pueblos en 1835 en la Deutsche Mythologie de Jacob Grimm. 

En este sentido, si hay una muestra canónica e icónica de este sincretismo está en la jarra etrusca de Tragliatella donde el héroe solar Teseo, el conquistador de los laberintos, violador de sacerdotisas y matador del minotauro, exhibe su calendario solar y enarbola un huevo victorioso ante la manzana con que la diosa lunar encarnada en Pasífae pretende encadenarlo en los territorios de la muerte. 

Teseo no es otra cosa que el rey sagrado y su sucesor huyendo del laberinto en dirección al sol escoltado por siete hombres que representan los siete meses gobernados por el sucesor del rey, que caen entre la cosecha de las manzanas y la fiesta de resurrección en una escena que tiene lugar el día de la muerte ritual del rey cuando la diosa Luna en su forma de muerte sale a su encuentro portando la manzana que será el pasaporte al paraíso del rey muerto.

Ante la muerte en el laberinto, el rey, acompañada por la princesa Ariadna que lo ayudó a salir de Cnosos, presenta como escudo el huevo de la resurrección. Ceremonias similares con danzas rituales se realizaban en Troya, en los laberintos de césped de Bretaña y en Etruria.

Con la consolidación del cristianismo como religión del imperio tras el edicto de Cosntantino, las pascuas judías y cristianas se separaron definitivamente tras el primer concilio de Nicea que en 325 fijó la ortodoxia y liturgia de la celebración.

Las tradiciones de conejos y huevos
Más acá en el tiempo, las primeras referencias reconocibles de la celebración familiar de las pascuas se deben a Georg Franck von Frankenau, en De ovis paschalibus un tratado de 1682 que recoge una tradición de Alsacia de una liebre que trae los decorados huevos de pascua y los esconde en jardines y casas.

En la Alemania del siglo XIX, los huevos pasaron a ser de chocolate, materia prima -también- de las primeras figuras de conejos que complementaban la celebración.

Sin embargo, el origen de la tradición de comer huevos al finalizar el invierno es un recuerdo de la Edad de Hielo, el huevo de las aves migratorias llegaba cuando el frío más intenso, la muerte, se retiraba y las manada no habían llegado aún. 

El huevo fue lo que nos mantuvo vivos durante milenios congelados.

Si bien el huevo no aparece como tradición explícita dentro del judaísmo, algunos midrás askenazis asocian su presencia dentro del keará, un plato que se prepara durante el Séder de Pésaj, como una representación de la continuidad del ciclo de la vida, mientras que otros lo toman como un recuerdo de las diez plagas que Hashem desató sobre Egipto a causa del corazón endurecido de Faraón que no permitía salir al pueblo hebreo de su cautiverio. ​

Algunos antropólogos que sostienen que durante la Edad Media los huevos fueron considerados carne, por lo que no se podían comer durante la cuaresma. El problema era que las gallinas, ajenas a ortodoxias, seguían poniendo por lo cual éstos se conservaban cocidos para ser consumidos al terminar los 40 días en el desierto. Es decir, al despertar la vida en la primavera boreal.

Con la flexibilización de esta costumbre, los pasteleros comenzaron a elaborarlos de manera artesanal, primero a base de azúcar y, luego, de chocolate. Pese a que estos huevos de panadería fueron, en principio, un lujo, las clases populares comenzaron a intercambiar huevos decorados mediante el uso de patrones elaborados de hojas de árbol. 

En cuanto al conejo, sabemos que apareció en las mismas regiones en las que hizo su debut el árbol de Navidad en las regiones de Alsacia, Palatinado y Renania. 

Se especula que la secularización que trajo la reforma protestante en el siglo XVI transformó una fiesta religiosa y recatada en una celebración comunitaria y festiva. 

También está documentado que en otras comarcas el rol del conejo lo ocuparon gallos, gallinas, cigüeñas y zorros.


La tradición universalizada tal como la conocemos no tiene, siquiera un siglo, y podríamos datarla tras la posguerra de 1945. Materia prima abundante y medios masivos crearon el milagro del conejo generoso en chocolate.

Aunque preferimos la narración tradicional sajona que cuenta que el osterhase se originó cuando una campesina pobre e incapaz de ofrecer dulces a sus hijos, escondió en su jardín huevos decorados para que los gurises los buscaran. Éstos, al descubrirlos, vieron a un conejo que se escapaba y creyeron que había desovado. Desde ese día, los críos fabrican un nido para que un generoso conejo de Pascua deje algo.

Hace treinta siglos que los solares hijos del hierro vencieron a las hijas lunares de la diosa. Sin embargo, esa liebre porfiada y paridora de vida es uno de los símbolos de la madre.

¿O acaso no lo vemos todas las noches de plenilunio y, en especial, en las que anticipan las pascuas.​


Publicado en InfoRegión el 3 de abril de 2021

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