Borges, el memorioso

 

“La memoria es individual.
 Nosotros estamos hechos,
 en buena parte, de nuestra memoria. 
 Esta memoria está hecha,
 en buena parte, de olvido.”
 J. L. Borges, El tiempo (1979)

“Sólo perduran en el tiempo las cosas que no fueron del tiempo.” 
 J. L. Borges, Quince monedas (1975) 

Por Gerardo Cadierno. La obra de Jorge Luis Borges posibilita trabajar en varias facetas los mecanismos que intervienen en la configuración de la memoria y del olvido y cómo estos intervienen en la invención de la realidad. 

Muchos de sus personajes –incluso él- padecerán la desesperanza agobiante del poder de memorias inflexibles e impuestas. 

Entre los pliegues de la “cambiante forma de la memoria que está hecha de olvido” (El tiempo, 1979) según la crítica literaria se pueden distinguir cuatro  memorias: la del rencor,  del pavor,  del dolor,   y la memoria del esplendor. 

Las dos primeras memorias -rencor y pavor- rechazarán el olvido, el perdón  y el duelo, mientras que las del dolor y el esplendor  muestran una reconstrucción del pasado y colaboran en el trabajo que implica el duelo.   

La temática borgeana navegará entre esperanza y desesperanza, entre utopía y escepticismo,  entre  idealización y desilusión.

Así, en ese recorrido que se inicia con Irineo Funes, (Funes, el memorioso, 1942) en esa “larga metáfora del insomnio” (Ficciones, Prólogo, 1944) al protagonista de su último cuento (La memoria  de  Shakespeare, 1982)  Herman Soergel se  libran en la cosmogonía de sus personajes sordas batallas entre “la memoria que elige y que redescubre  y el olvido que purifica” (La cifra, 1981) en las que –no sin cierta fatalidad- sus personajes no logran olvidar ni perdonarse por sus traumas. Por el contrario están vencidos por el poder de una memoria impuesta que, impiadosa,  los sitia y agobia. 

“Soy el que pese a tan ilustres modos
de errar, no ha descifrado el laberinto
singular y plural, arduo y distinto,
del tiempo, que es de uno y es de todos.
Soy el que es nadie, el que no fue una espada   
en la guerra. Soy eco, olvido, nada.”
(Soy, 1975)

De allí, la permanente apelación al instante como forma de exorcismo ante la humillación a la que lo someten los espectros de un pasado que no sólo se presenta como ideal e inalcanzable sino que, además, determinará su propio destino. 

Un pasado que no sólo será espejo sino –también- cárcel y laberinto en la cual deberá purgar sus culpas por no ser un indeterminado e imposible ser sino el que la ha tocado ser. 

La memoria del esplendor
Por su parte, la memoria del esplendor es esa en la que el pasado ilumina al presente y muestra un camino abierto al futuro: hay iluminación, felicidad y esperanza. Pero, también, hay fugacidad. 

Leemos en El poeta y la escritura, (1967): “La  poesía  se  ha  dedicado en buena parte a lamentarse; yo diría que hay un solo poeta que ha cantado la alegría presente, es el  gran  poeta  español  Jorge  Guillén.  Uno siente  que él  está cantando,  que al escribir se siente muy feliz. En general se ha preferido deplorar la felicidad perdida, paraísos perdidos; en cambio Guillén ha  hecho, hace  gustar esa maravillosa proeza de cantar la felicidad presente, cosa que nadie  parecería  haber hecho.  Porque en el caso de  Whitman uno siente que se impuso  la  tarea  de  ser  feliz, pero  que  posiblemente  fuera  un  hombre desdichado.  Y quizá la  desdicha  sea  mejor material  que  la  victoria,  porque  la  derrota es mejor material que la victoria, porque la derrota tiene que ser transformada en otra cosa,  la  desdicha  también.  La  felicidad, en cambio, es un fin en sí misma y no necesita ser cantada; ya es una suerte de canto a la felicidad. Sus visitas son tan fugaces que debemos agradecerlas cuando llegan. Uno debe aceptar esas rachas de misteriosa felicidad y agradecerlas de igual modo que uno debe aceptar siempre  la  dicha, la amistad, el amor, aunque se sepa indigno de ellos.”

La  memoria  del esplendor alegre, bella e inmortal se diferencia de las del rencor, pavor y dolor en las que el pasado eclipsa toda otra dimensión temporal pues en la del rencor tanto presente como futuro permanecen abrevan en un pasado cruel y no hay otra esperanza que una casi imposible vindicta.

Ciertamente las fronteras y límites entre las diversas memorias no son siempre contundentes y claras. Muchas veces coexisten en inverosímiles proporciones, se esfuman, diluyen o cambian según el sentido de cada lector de cada época y lugar. Son –en cierto modo- líneas que estarán determinadas por la historia.   

Estas memorias conviven y dejan sus propias subjetividades en los palimpsestos de cada acto de lectura. Esas relaciones de poder de las memorias fluirá, entonces, como el rio del tiempo que inventara Heráclito. 

La memoria del pavor
Por su lado, en memoriadel pavor, el recuerdo doloroso congela presente y futuro, y el personaje es un errante entre caminos que sabe imposibles pues está preso del “horror de vivir en lo sucesivo”. 

Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz.         
La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre
es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio
de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras
que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus
espadas, la serena amistad, las galerías de la biblioteca,
las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre,
la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal,
el sabor del sueño?   

Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se
levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que
miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.  

Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz,
la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.

Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
(Esta habitación es irreal; ella no la ha visto.)
El nombre de una mujer me delata.
Me duele una mujer en todo el cuerpo.

(El amenazado, 1972) 

Asimismo, en El forastero (1966) reflejará el espanto del jinete equilibrista entre infierno y gloria. Y se lamenta por ése hombre “cuya verdadera vida está lejos.” 


La memoria del dolor
A diferencia de la memoria del pavor, en la memoria del dolor si bien no se olvida al pasado se lo acepta resignadamente, una aceptación que abre puertas a presentes futuros posibles. No habrá fin del dolor sino que éste será herramienta de contacto con el pasado que pudo haber sido pero que no fue. Y así poder elaborar un duelo. 

En esta memoria se puede aprender el arte del  olvido, y tras apropiarnos del dolor, podemos transformarlo en motor de reconstrucción. De este modo, los duelos que no se guíen ni por rencor ni pavor abrirán la puerta a una nueva historia en la que se romperán círculos, en apariencia, inexorables. 

Ya no es mágico el mundo. Te han dejado.
Ya no compartirás la clara luna
ni los lentos jardines. Ya no hay una
luna que no sea espejo del pasado,
cristal de soledad, sol de agonías.

Adiós las mutuas manos y las sienes
que acercaba el amor. Hoy sólo tienes
la fiel memoria y los desiertos días.

Nadie pierde (repites vanamente)
sino lo que no tiene y no ha tenido
nunca, pero no basta ser valiente
para aprender el arte del olvido.   

Un símbolo, una rosa, te desgarra
y te puede matar una guitarra. 

                   II 

Ya no seré feliz. Tal vez no importa.   
Hay tantas otras cosas en el mundo;   
un instante cualquiera es más profundo   
y diverso que el mar.

La vida es corta
y aunque las horas son tan largas, una   
oscura maravilla nos acecha,   
la muerte, ese otro mar, esa otra flecha   

que nos libra del sol y de la luna
y del amor. 
La dicha que me diste   
y me quitaste debe ser borrada;   

lo que era todo tiene que ser nada.
Sólo que me queda el goce de estar triste,   
esa vana costumbre que me inclina   
al Sur, a cierta puerta, a cierta esquina.
(1964, 1964) 

La memoria del rencor
Quien profese la memoria del rencor se asumirá como una injusta víctima propiciatoria, llena de frustraciones generadas por improbables promesas e ilusiones. Será, pues, un motor de lamentos, venganzas y reproches. 

En las memorias del pavor y del rencor las imposibles esperanzas y reconocimientos serán el mar de fantasmas que detendrán la posibilidad de cualquier construcción de un nuevo presente. La falta de olvido y la totalidad invasiva de la memoria se reflejan en este poema: 

Que otros se jacten de las páginas que han escrito;   
a mí me enorgullecen las que he leído.   
No habré sido un filólogo,   
no habré inquirido las declinaciones, los modos,   
la laboriosa mutación de las letras,   
la de que se endurece en te,   
la equivalencia de la ge y de la ka,   
pero a lo largo de mis años he profesado   
la pasión del lenguaje.   
Mis noches están llenas de Virgilio;   
haber sabido y haber olvidado el latín   
es una posesión, porque el olvido   
es una de las formas de la memoria,   
su vago sótano   
la otra cara secreta de la moneda.
Cuando en mis ojos se borraron   
las vanas apariencias queridas,   
los rostros y la página,   
me dí al estudio del lenguaje de hierro   
que usaron mis mayores para cantar   
espadas y soledades, 
y ahora, a través de siete siglos,   
desde la Ultima Thule,   
tu voz me llega, Snorri Sturluson.   
El joven, ante el libro, se impone una disciplina precisa   
y lo hace en pos de un conocimiento preciso;   
a mis años, toda empresa es una aventura   
que linda con la noche.   
No acabaré de descifrar las antiguas lenguas del Norte,   
no hundiré las manos ansiosas en el oro de Sigurd;   
la tarea que emprendo es ilimitada   
y ha de acompañarme hasta el fin,   
no menos misteriosa que el universo   
y que yo, el aprendiz.
(Un lector, 1969) 

Intersecciones y contrastes
Sin embargo, quienes huyen del pavor y las víctimas y victimarios estarán en permanente vigilancia de una memoria que los oprime pero que, sin embargo, es la que los dota de sentido. Parados en un improbable umbral siempre se están despidiendo para no partir jamás. 

Entra la luz y me recuerdo; ahí está.
Empieza por decirme su nombre, que es (ya se entiende) el mío.
Vuelvo a la esclavitud que ha durado más de siete veces diez años.
Me impone su memoria.
Me impone las miserias de cada día, la condición humana.
Soy su viejo enfermero; me obliga a que le lave los pies.
Me acecha en los espejos, en la caoba, en los cristales de las tiendas.
Una u otra mujer lo ha rechazado y debo compartir su congoja.
Me dicta ahora este poema, que no me gusta.
Me exige el nebuloso aprendizaje del terco anglosajón.
Me ha convertido al culto idolátrico de militares muertos,
con los que acaso no podría cambiar una sola palabra.
En el último tramo de la escalera siento que está a mi lado.
Está en mis pasos, en mi voz. Minuciosamente lo odio.
Advierto con fruición que casi no ve.
Estoy en una celda circular y el infinito muro se estrecha.
Ninguno de los dos engaña al otro, pero los dos mentimos.
Nos conocemos demasiado, inseparable hermano.
Bebes el agua de mi copa y devoras mi pan.
La puerta del suicida está abierta, pero los teólogos afirman
que en la sombra ulterior del otro reino estaré yo, esperándome.
(El centinela, 1972).  

Veamos donde Borges pone de relieve la importancia de la despedida: “Quizás, el momento de la despedida es el momento más intenso en la relación entre dos personas. Cuando uno se despide  de  alguien,  uno  está  más  con  esa persona que  si  uno  la  ve  vulgarmente.  Al mismo tiempo uno sabe que ésa es la última vez. Quiero decir que en la despedida se dan a la vez la máxima presencia y la máxima ausencia, ¿no?”   
(Diálogos de vida y de muerte, 1980)  

En rencor y pavor la angustia hará imposible la cicatriz de la herida y no habrá otro destino que un sufrir errante. Un destierro permanente.   

“Alguien recorre los senderos de Ítaca
y no se acuerda de su rey,
que fue a Troya hace ya tantos años;
alguien piensa en las tierras heredadas
y en el arado nuevo
y el hijo y es acaso feliz.
En el confín del orbe yo, Ulises,
descendí a la Casa de Hades
y vi  la sombra del tebano Tiresias
que desligó el amor de las serpientes,
y la sombra de Heracles
que mata sombras de leones
en la pradera y así mismo está en el Olimpo.
Alguien hoy anda por Bolívar y Chile
y puede ser feliz o no serlo.   
Quién me diera ser él.   
(El desterrado, 1975) 

El destierro es un destino tan inexorable que el desterrado canta su dolor no poder descansar sus pasos en un sitio feliz. En un hogar. 

La  memoria del esplendor, por el contrario, es regida por la alegría que da el saberse parte de ser con el todo. Aquí interviene una epifanía de trascendente felicidad que abre un camino a un futuro. Es una felicidad trascendente, con un aspecto de religiosidad pero carente de liturgias. Un sentimiento de eternidad, esa idea a la que Borges llamará el “espléndido artificio amorosamente deseado por los poetas.” 

Borges se pregunta: “¿Qué es la eternidad? La eternidad no es la suma de todos nuestros ayeres. La eternidad es todos nuestros ayeres, todos los ayeres de todos los seres conscientes. Todo el pasado, ese pasado que no se sabe cuándo empezó. Y luego, todo el presente. Este momento presente que abarca todas las ciudades, todos los mundos, el espacio entre los planetas. Y luego, el porvenir. El porvenir, que no ha sido creado aún, pero que también existe.   Los  teólogos suponen que la eternidad viene a ser un instante en el cual se juntan milagrosamente esos diversos tiempos. Podemos usar las palabras de Plotino, que sintió profundamente el problema  del tiempo.  Plotino dice: ‘hay  tres tiempos y los tres son el presente. Uno es el presente actual, el momento en que hablo.  Es  decir,  el  momento  en  que  hablé, porque  ya  ese  momento  pertenece  al  pasado.  Y  luego  tenemos  el  otro,  que  es  el presente del pasado, que se llama memoria. Y el otro, el presente del porvenir, que viene a ser lo que imaginan nuestra esperanza o nuestro miedo.’   El tiempo vendría a ser un  don de la eternidad. La eternidad nos permite vivir sucesivamente.”

 (El tiempo, 1978)

Pero, y no tan paradojal, al tiempo que muestra eternidad, la memoria del esplendor revela dolores y ausencias; deseos y proyectos que no llegaron a ser. Así nos exhibe en clave de quiénes fuimos y, por lo tanto, ya no podremos ser. 

Esa capacidad de ausencia, esa definición por ausencia de lo que no se es será clave: “mi gloria son los libros que he leído, no los que he escrito”. Un pensamiento que ratifica en su poema Things That Might Have Been (Cosas que podrían haber existido), un atlas de ausencias en el que resaltan dos: el  amor no correspondido y la paternidad.   

Pienso en las cosas que pudieron ser y no fueron.
El tratado de mitología sajona que Beda no escribió.
La  obra  inconcebible  que  a  Dante  le  fue  dada  acaso entrever,
ya corregido el último verso de la Comedia.
La  historia  sin  la  tarde  de  la  Cruz y la tarde de la cicuta.
La historia sin el rostro de Helena.
El hombre sin los ojos, que nos han deparado la luna.
En las tres jornadas de Gettysburg la victoria del Sur.
El amor que no compartimos.   
El  dilatado  imperio  que  los Vikings no quisieron fundar. 
El orbe sin la rueda o sin la rosa.
El juicio de John Donne sobre Shakespeare.
El otro cuerno del Unicornio.
El ave fabulosa de Irlanda, que está en dos lugares a un tiempo.
El hijo que no tuve.
(Things That Might Have Been, 1977) 

Las dos caras de la moneda de la  memoria  del  esplendor: lo eterno y lo íntimo. La revuelta, es decir volver para adelantar, la aceptación como parte del cambio. La confluencia dinámica de pasado, presente y futuro en una dialéctica sin tiempo. Una victoria –tal vez la única - de Eros sobre Tánatos.   

Ciertamente hay dolor y memoria del dolor en la memoria del esplendor tal vez como testamento Borges las fundiera en su último poema Los conjurados de 1983 en el   que anhela una fraternidad que anule límites. 

En el centro de Europa están conspirando.
El hecho data de 1291.
Se trata de hombres de diversas estirpes, que   
profesan diversas religiones y que hablan en diversos idiomas.
Han tomado la extraña resolución de ser razonables.
Han resuelto olvidar sus diferencias y acentuar sus afinidades.
Fueron soldados de la Confederación y después   
mercenarios, porque eran pobres y tenían el hábito   
de la guerra y no ignoraban que todas las empresas   
del hombre son igualmente vanas.
Fueron Winkelried, que se clava en el pecho las   
lanzas enemigas para que sus camaradas avancen.
Son un cirujano, un pastor o un procurador, pero   
también son Paracelso y Amiel y Jung y Paul Klee.
En el centro de Europa, en las tierras altas de   
Europa, crece una torre de razón y de firme fe.
Los cantones son ahora veintidós.
El de Ginebra, el último, es una de mis patrias.
Mañana serán todo el planeta.
Acaso lo que digo no es verdadero; ojalá sea profético.
(Los conjurados, 1983)

Soda Stereo -Génesis (Vox Dei)
“Hubo pueblos y países, y hubo hombres con memoria
claramente digo que este es el mundo del hombre
que contaron todas estas cosas
Y fue así...



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