La puerta

Por Gerardo Cadierno. Revisando cosas viejas encontré esto que escribí hace una decena de años. Pido disculpas por el estilo ligeramente pretencioso, un vicio que intento corregir. Está tal cual lo escribí entonces para enviárselo a mis amigos del Coro Avalon, en una época que los atosigaba a correos producto del cariño y del tedio que un trabajo nocturno y aburrido me causaba. Sólo corregí algún error de tipeo y ciertos giros un tanto anacrónicos.

El otro día, por un motivo extraño y que atribuyo a conjunciones planetarias en las que me está vedado creer, llegué a casa antes de las 23. Por consiguiente ayudé a mi mamá a cerrar su microemprendimiento que de haber estado en Belgrano o Palermo sería llamado drugstorepolirubro’ o general store pero que en mi barrio se conoce como Lo de Lili.

El otro día, por un motivo extraño y que atribuyo a conjunciones planetarias en las que me está vedado creer, llegué a casa antes de las 23. Por consiguiente ayudé a mi mamá a cerrar su microemprendimiento que de haber estado en Belgrano o Palermo sería llamado polirrubro, general store pero que en mi barrio se conoce como Lo de Lili.

En la calle no había nadie, sólo algún cuzco merodeaba buscando su ración de desperdicios. Me sorprendí pensando que era una suerte que nadie vagara por los alrededores y de repente pensé que por esos mismos caminos yo había llegado hace un rato. También había arribado recientemente mi hermano menor y pensé que otras miles de personas fatigaban calles similares volviendo de sus trabajos, estudios, visitas amorosas.

Volvían de tratar de vivir o de sobrevivir. ¿Se asustarían de nosotros los que nos veían pasar desde sus casas?

¿Habría otros como yo que se alegraban de ver la calle vacía?

Recordamos con mi vieja cuando -no hace mucho- después de cenar salíamos a la puerta. Eran jornadas sencillas en las que cuando el día había terminado, en vez de atosigarnos a fuerza de tele se salía a compartir un momento con los que, al igual que nosotros, necesitaban ver y verse en otros.

Vivo en un barrio de casas bajas, llenas de vecinos trabajadores que a golpe de sacrificio buscaban hacer realidad sus sueños y dejarles algo a los que vendrían. No había rejas, las puertas estaban abiertas y muchas veces la tele se veía, mate de por medio, desde el jardín donde alguna brisa amigable acariciaba y nos liberaba de los rigores del verano.

En esas jornadas buscábamos luces cómplices para jugar algún picado de trasnoche.

Intentábamos alguna escondida en el baldío que estaba frente a casa, donde capturábamos luciérnagas y acumulábamos experiencias en el juego de los retruques con las vecinas pizpiretas.

También se pensaba en cómo mejorar al barrio. Allí surgieron los grupos que hicieron el asfalto, se armó la cooperadora de la escuela para hacer más aulas. Esa cooperadora que mi viejo presidió aún cuando ya hacía años yo me había ido.

Allí se armó la cancha de fútbol, se soñó con la salita, se armaron desafíos que, en equipos armados por padres e hijos, y algún que otro abuelo, terminaron en partidos memorables que aún son recordados con nostalgia y admiración.

El chisme tampoco era ajeno en esas noches y más de un romance se inventó y circuló por las veredas acompañado de expresiones de orgullo por hijos felicitados o maridos ascendidos. Obviamente la malicia y la envidia andaban por ahí, pero yo no me acuerdo y me pregunto si no será mi propia malicia la que está filtrando mi recuerdo.

Eran tiempos difíciles, muchos no volvían a casa y se oían disparos y frenadas y gritos. Muchos más que ahora, muchos más trágicos, mucho más injustos.

Mi vecino el sindicalista y papá cuchicheron muchas veces y armaron alguna que otra caravana para ir a ver a uno que estaba preso y que los dos conocían.

Alguna vez alguno durmió en casa y otra uno pasó por el fondo para poder escaparse.

Mis viejos no eran primerizos en esto. En la huelga de los ferroviarios contra Alsogaray y Frondizi que levantaban ramales y ahogaban a pueblos a los que convirtieron en un punto del mapa, guardaron a los maquinistas, a los fraternales, en su casa de Lomas.

Mamá se enamoró de papá cuando él, en el ‘58, estaba tomando el Comercial de Temperley, en cuyo edificio juró en 1905 como gobernador, revolucionario y  radical, Juan Carlos Belgrano, el nieto de Manuel. El colegio tenía los fondos con la casa de mamá y por allí se alimentaron, se escaparon y se mandaban mensajes para seguir con el tema de libre o laica.

Juntarse en la calle era una manera de ser más libre, de estar con otro, de armar un lazo solidario, de construir un tejido, de compartir, de soñar, de reir...

O tambier de disfrutar de lo ganado con el sudor de la frente y armar una excursión al filo de la medianoche para recorrer caminando en familia el kilómetro corto que nos unía con la heladería Andina para tomar el mejor helado del mundo.

Ví la calle vacía y se me hizo un nudo en el estómago. Pensé en aquellos tiempos y mi primera conclusión pareció la de un conservador asustado: "hay mucha inseguridad y en vez de encerrarlos a ellos nos encerramos nosotros".

Nadie sale porque no hay nadie, si alguno diera el puntapié inicial...

Pero, ¿quiénes son ellos?. ¿Los portadores de cara o de edad?. Es demasiado simple, es demasiado injusto.

Creo que ellos son los que después de quitarnos la vida y el futuro decidieron llevarse los sueños y ahogar la esperanza.

Los que reemplazaron esos fines de semana de trabajo solidario para mejorar el barrio, para cortar el cerco de alguna vecina viejita por el "sálvese quien pueda".

Los que nos quieren hacer cambiar amistad por mercado; comunidad por individuo, solidaridad por equidad. Los que añoran el "no te metas" o "el silencio es salud".

Los que piden bala y se hacen los distraídos con picanas y policias mangueros de pizza. Los que aceptan corrupción a cambio de ‘la seguridad’.

Los que prefieren cementerios estables a plazas agitadas y calles pobladas. Los que cambian gente por pueblo. -“Mirá si no estabas en nada ‘raro’ no te pasaba nada”.

Soy de una familia de sobrevivientes; sobrevivimos a exilios, desarraigos, guerras y dictaduras. Sobrevivimos a Franco y a Videla y siempre que nos quisieron callar encontramos la forma de hablar, de gritar.

Siempre que nos quisieron quitar la calle la recuperamos. Pudo tardar uno, dos, cien años. Pero siempre volvimos. Porque es en la calle donde edificamos la esperanza, soñamos con un futuro más digno para nuestros hijos, para esos que aún no nacieron y que nos esmeramos en traer a un mundo que no queremos que sea un valle de lágrimas, sino un jardín para cuidar.

Porque es la calle el lugar de encuentro de las almas, de esos que como dijo el pensador están solos y esperan.

Por lo pronto, pienso salir a la puerta a tomar fresco... 

Update 2021
Calle Aristóbulo del Valle, Lanús. Cerca de las 9 de la noche y con un calor atroz.

Ella, canosa y con batón, está sentada y se apoya en su andador, mientras él con su camisa abierta hace como que barre la vereda rota de su casa vieja, ésas de ventanas y puertas altas que permanecen abiertas de par para para que corra el aire.

En la vereda de enfrente, del lado de afuera de una reja cerrada que cuida un dúplex ya no tan nuevo, hay otro. Camisa prolija a cuadros, pantalón largo y bastón. Escucha música en una radio pequeña.

Creí que habrían salido a tomar algo de fresco, pero ni el más iluso hubiera esperado siquiera una brisa. Además, la inseguridad...

Ahora, mientras no duermo, pienso que, en realidad, estaban esperando otra cosa: el retorno de los días felices, ésos en los que las noches de verano eran una fiesta en la vereda a la que estábamos todos invitados.

Baglietto - Vitale,  El otro cambio, los que se fueron
Cortá un pedazo de torta y dame
vamos hasta la esquina a ver que pasa

Todo esta en orden como es costumbre
si algo ha cambiado eso es nosotros, el otro cambio
los que se fueron.







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