Un sueño de piedra

Por Gerardo Cadierno. Nadie puede fijar con precisión dónde y cuándo sucedió. Algunos dicen que  fue entre Casgar y Jotán, otros prefieren ubicarlo en las cercanías del Jorasán, mientras que los menos insisten que fue en la región de Bujara.

Hay, incluso, quienes sostienen que esta historia abreva en los insensatos pero cada vez más verosímiles anales de Tlön y Üqbar.

Tampoco hay acuerdo de cuándo sucedió y las opiniones se dividen entre quienes dicen que fue Alejandro en su búsqueda de Dionisos el primero en escuchar el relato y quienes sostienen que fue un rabino que buscaba a la decimotercera tribu de Israel tras la destrucción del templo en Jerusalem.

Pero sí se sabe que fue en una ciudad pequeña e inaccesible, de sólidas murallas que coronaban las alturas que custodiaban una encrucijada por dónde las caravanas pasaban e, inexorablemente, debían pagar un tributo para seguir su camino. 

Así fue que esa ciudad se hizo rica por el oro de los cientos de mercaderes que pasaban por sus caminos.

Con la riqueza llegó el ocio y con los mercaderes llegaron, también, el lujo, el vicio, la violencia y la muerte.

No hay registros acerca de cómo fue que la ciudad un día decidió sanar sus heridas aunque sí se coincide en que apareció un reformador de leyes y costumbres cuya memoria se tornó legendaria.

Tras una larga lucha civil, los sobrevivientes decidieron dar muerte a todos los extranjeros y decapitar a los mercenarios para encaminarse tras una serie de preceptos que habrían sido grabados en siete tablas de piedra.

Entre ellos se destacaba aquel que castigaba la mentira a la que definían como "semilla de todos los males"

Así, toda persona que quisiera acceder a la ciudad debía presentarse ante un censor quien le formularía una pregunta: si la respuesta era verdadera podría entrar al recinto, pero si era falsa sería inmediatamente decapitado por el verdugo que acompañaba al censor y su cabeza sería clavada en una lanza a modo de advertencia.

Un día se presentó un extranjero a las puertas de la ciudad. No montaba ni camello ni caballo, y no tenía ni escolta ni caravana que lo arropase.

Rodeado de cabezas mudas se apersonó ante el censor quien le preguntó:
- Para qué vienes ante nuestras puertas extranjero.

Sin inmutarse y con su mirada fija en el censor, le respondió:
- A ser decapitado.

El verdugo hizo relampaguear su alfanje, pero el censor lo detuvo con un gesto seco.

- Si pierdes tu cabeza, habrás dicho la verdad y por lo tanto la decapitación sería contraria a nuestras leyes y seríamos malditos de los dioses; pero si entras al recinto habrías mentido por lo que serías merecedor del castigo. Si no te castigamos, profanarías la ciudad y los dioses nos maldecirían por eso, razonó el censor.

El viajero, simplemente, se sentó a esperar.

La noticia no tardó en llegar a la ciudad y todos sus habitantes salieron a ver al extranjero. Nadie, ni hombre ni mujer, ni sano ni enfermo, ni viejo ni niño quedó tras las murallas.

El censor se afanaba buscando una respuesta y así pasó la primera noche, y, luego, la segunda, hasta que perdieron la cuenta de cuántas noches y cuántas lunas permanecieron viajero, verdugo, censor y ciudadanos en silencio buscando una respuesta.

Uno a uno fueron cayendo de hambre, de sed, de frío, de calor...

Primero se convirtieron en carne podrida, luego en huesos y polvo, luego en sueño de piedra y leyenda, luego en mito, y, finalmente, en nada. 





Loreena McKennit, Marco Polo




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