Notas sobre el celibato



Dios el Señor dijo: “No es bueno que el hombre esté solo”
Génesis, 2:18

Por Gerardo Cadierno. Entre las preguntas recurrentes que aparecen a la hora de elegir un Siervo de los siervos de Dios está relacionada con cuál será la posición del nuevo sucesor de Pedro en materia de celibato sacerdotal, un tema que pese a constituir uno de los más polémicos para el debate público, tiene muchas más aristas de las que aparecen a simple vista.

Según surge de la tradición neotestamentaria tanto Pedro, el primer Papa -según la tradición de san Irineo escrita en el 180- y los apóstoles escogidos por Jesús eran en su gran mayoría hombres casados y abundan las sugerencias de que las comidas eucarísticas eran presididas por mujeres

El cristianismo primitivo estuvo lejos de ser una doctrina sólida y, a medida que se extendía, recibía influencias de numerosos cultos, creencias y filosofías con las que iba desarrollando el sincretismo. Desde el culto al dios solar Mitra, hasta Isis. Desde el mazdeísmo iraní hasta el gnosticismo alejandrino que llegó a poner en jaque la ortodoxia romana a la que, sin embargo, influyó fuertemente.

En ese sentido, durante los primeros tres siglos los gnósticos sostuvieron, entre otras ideas, el maridaje entre la luz y el espíritu divinos en combate contra el compuesto por la oscuridad y lo material que aferraban a la persona al mundo e impedían su ascensión a otros planos. La carne conspiraba contra la perfección y la santidad. A pesar de estas influencias la mayoría de los testimonios con los que contamos indican que la mayoría de los sacerdotes eran hombres casados.

Esa diversidad conceptual fue el caldo de cultivo del que surgieron docenas y cientos de interpretaciones acerca de la naturaleza de Cristo y, entre otros, temas el rol de la mujer en la vida eclesial. Esas disputas que hubieran sido en otro momento una cuestión de eruditos y teólogos se convirtió en una cuestión de Estado tras la consagración por parte de Constantino del cristianismo como religión oficial del imperio. Ya no se disputaban sutilezas interpretativas sino poder real y concreto. La ortodoxia pasaba a ser garante del orden social.


Constantino, el Grande. Hizo del cristianismo la religión del estado

Fue así que en el siglo III y en uno de los innúmeros concilios celebrados en Antioquía los obispos hacían circular entre sus congregaciones la siguiente advertencia: “No ignoramos que muchos obispos pecan con las mujeres que con ellos tienen”.

Pareciera establecerse una relación directa entre el fortalecimiento de la autoridad temporal -que pronto entrará en conflicto con la eclesial- en un mundo en el que la visión religiosa articula las relaciones, conlleva un giro hacia el celibato que busca consolidar el poder de la iglesia en permanente tensión y disputa con lo secular.

Los defensores de esta institución tendrán dos grandes bazas en las escrituras.

La primera es este pasaje del evangelio de Mateo en el que Jesús se dirige a sus acólitos: “¿No habéis leído que el Creador desde el comienzo los hizo varón y hembra y que dijo: Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos harán una sola carne? Le dijeron sus discípulos: Si así es la condición del hombre con su mujer, no conviene casarse. Entonces él les dijo: No todos son capaces de recibir esto, sino aquellos a quienes es dado. Pues hay eunucos que nacieron así del seno materno, y hay eunucos hechos por los hombres, y hay eunucos que se hicieron tales a sí mismos por el Reino de los Cielos.”

Más allá sobre especulaciones acerca de cuándo y cómo fueron escritos estos textos y las múltiples interpretaciones surgidas tras sus traducciones, lo cierto esta invitación al celibato perpetuo como camino de consagración se presenta una ruptura con la tradición sacerdotal semítica en esta materia, ruptura que será consolidada por el converso Saulo de Tarso, es decir, Pablo, apóstol de los gentiles quien pondrá de relieve su postura en la primera carta canónica que envía a los cristianos de Corinto en la que, en cierto modo, empata los conceptos de matrimonio y castidad.

“En cuanto a lo que me habéis escrito, bien le está al hombre abstenerse de mujer. No obstante, por razón de la impureza, tenga cada hombre su mujer y cada mujer su marido (…) El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo; está por tanto dividido”, escribió.

Este esquema se busca aplicarlo no sólo a las jerarquías, sino a toda la grey. Así en su primera carta a Timoteo estipula que “es necesario que el obispo sea irreprochable, casado una sola vez, casto, dueño de sí, de buenos modales, que acoja fácilmente en su casa y con capacidad para enseñar. […] Que sepa gobernar su propia casa y mantener sus hijos obedientes y bien criados. Pues si no sabe gobernar su propia casa, ¿cómo podrá guiar la asamblea de Dios?”

Entre anacoretas y monjes
La práctica del ascetismo sexual era habitual entre los primeros cristianos aún antes de las primeras manifestaciones de lo que terminaría siendo la vida monástica. “Muchos hombres y mujeres de sesenta o setenta años, instruidos desde la niñez en las enseñanzas de Cristo, permanecen puros, y alardeo de poder indicar muchos ejemplos de toda clase de gente”, apuntaba Justino, mártir antes de su muerte en 165, un testimonio similar al de su contemporáneo Arístides de Atenas quien describía que en sus comunidades había “muchos hombres y mujeres que se envejecen sin casarse en la esperanza de unirse más con Dios”.

Entrado el siglo segundo, comenzó el fenómeno de los anacoretas, seres que se alejaban del mundo para vivir en un estado de gracia y contemplación, de allí la palabra monje  cuya etimología griega no quiere decir otra cosa que solitario pero que fue resignificada cuando estos hombres que habían huido de otros hombres comenzaron a formar comunidades monacales. Estos monjes influyen notablemente en el concepto de lo célibe como camino a la santidad tal como reflejan las diversas reglas para regir su vida comunitaria y personal a través de los votos de pobreza, castidad y obediencia. Esta decisión de vivir en estado de virginidad o de castidad perpetua también fue adoptada por muchas viudas y doncellas que buscaban el reino de los cielos.


Anacoreta dormido, de Joseph Marie Vien

En este contexto, las asambleas de obispos tendrán dos misiones: combatir todo pensamiento que cuestione la ortodoxia y la autoridad, y, subsidiariamente, reglamentar y uniformar la vida sacerdotal. El primer testimonio de la obligación del celibato religioso como norma fundante del derecho canónico lo tenemos en el concilio celebrado en el 306 en la ciudad hispánica de Elvira:
“Plugo prohibir totalmente a los obispos, presbíteros y diáconos o a todos los clérigos puestos en ministerio, que se abstengan de sus cónyuges y no engendren hijos y quienquiera lo hiciere, sea apartado del honor de la clerecía.”

En estos concilios se comienzan a confundir los términos de celibato y de castidad. Por celibato se entenderá la exclusión del matrimonio para los obispos, presbíteros y diáconos tras cuya ordenación no tenían permitido casarse o volver a hacerlo, pues al no deber tener relaciones conyugales no tendría sentido. Este tema vuelve a tratarse en los concilios de Ancira y de Neocesarea -ambos en 314- que determinará que “no es lícito a los presbíteros casarse.”

Posteriormente, en 325, el concilio de Nicea, se hizo un tiempo en medio de la disputas con monofisitas y nestorianos que se saldaron con la proclamación del Credo y múltiples excomuniones, para diferenciarse de ambas interpretaciones, al establecer que los sacerdotes, una vez ordenados, no pueden casarse. Ese mismo año y en el concilio celebrado en Laodicea se decreta que las mujeres no pueden ser ordenadas, lo cual demuestra que antes de esa fecha accedían a roles sacerdotales.

La falta de menciones al Papa de Roma se debe a que en esos momentos no era más que una suerte de tímido primus interpares, en disputa con otras sedes apostólicas como los patriarcados de Constantinopla, Jerusalem, Alejandría o Antioquía en el seno de una institución que, a su vez, estaba en tensión con la sede imperial.

Precisamente será un obispo de Roma, Siricio, quien tras abandonar a su esposa para convertirse en Papa -en 385- ordene que los sacerdotes ya no podrán dormir con sus esposas pues la continencia temporal de los sacerdotes del Antiguo Testamento durante su servicio en el templo había sido convertida en perpetua por el Nuevo y que los clérigos no podían volver a casarse tras la muerte de su esposa.

Sin embargo tras de él hubo seis papas -tres de ellos santos- que estuvieron casados: los santos Félix III que tuvo dos hijos; Hormidas que tuvo un hijo y Silverio de cuya esposa, Antonia, conocemos el nombre. Además, Adriano II, Clemente IV y Félix V accedieron al matrimonio.

También encontramos papas que fueron hijos de otros sucesores de Pedro o miembros del clero. El primero de la lista es san Damasco quien fue hijo de un sacerdote canonizado como san Lorenzo. A Damasco le siguieron san Inocencio, Bonifacio , san Félix, Anastasio II, san Agapito, san Silverio (hijo de Hormidas, santo y papa), Marino, Bonifacio VI, Juan XI y Juan XV que reinó entre 989 y 996.


San Dámaso (Damasco), santo y papa de Roma, hijo Lorenzo, santo.

El concilio de Cartago, en 390, precisó que según “lo que enseñaron los apóstoles y observaron los antiguos”, se insistía en que “todos los obispos, presbíteros y diáconos, custodios de la pureza, se abstengan de la relación conyugal con sus esposas, de tal forma que los que sirven en el altar puedan guardar una perfecta castidad.” Siete años después, otro concilio cartaginés dispondrá que “ningún sacerdote debe visitar a las viudas o a las vírgenes sin permiso previo del obispo; que no vayan solos, sino acompañados de otros eclesiásticos…y que los mismos obispos no podrán hacer tales visitas sin que los acompañe una persona de probidad conocida”.

Esta avanzada política tendría un correlato en la desaparición de la mujer de la vida eclesial. Ya no sólo se le impide el ejercicio sacerdotal sino que en 401 Agustín de Hipona apuntará que “nada hay tan poderoso para envilecer el espíritu de un hombre como las caricias de una mujer”, pero parece ser que estas no eran las sumisas hijas de Eva sino que llevaban algo de Lilith en su ADN porque un siglo y medio después -en 567 y ya sin emperador en Roma- el segundo concilio de Tours advierte que clérigo encontrado yaciendo con su esposa será excomulgado por un año y reducido al estado laico.

Se ve que no lograron mucho, porque en el 580, Pelagio II decide no preocuparse por los sacerdotes casados y para poner el acento en impedir el traspaso de los bienes eclesiásticos por parte del clero a a sus esposas o hijos. Aunque sólo una década más tarde el papa Gregorio, conocido como el Grande vuelve a la carga para dictaminar que todo deseo sexual es malo en sí mismo. Una sentencia que hará escuela aunque durante los siglos VII y VIII las crónicas reflejan que en todo el occidente europeo no sólo la mayoría de los sacerdotes eran hombres casados, sino que, además, casi ningún obispo es célibe.

Por su parte, las iglesias ortodoxas de rito bizantino -aquellas que no aceptan la primacía de la sede romana y que se consolidaron en el mundo grecoeslavo- fijaban su canon en el concilio Quinisexto celebrado durante 692 en Constantinopla y que, al haber sido convocado por el emperador Justiniano II, no es reconocido por la iglesia católica.

Si bien este concilio no impuso a los obispos el celibato, sí les impuso la continencia completa. Según estas reglas no podrán tener función sacerdotal quien tras su bautismo haya contraído un segundo matrimonio, haya vivido en concubinato o se haya casado con una viuda, una divorciada, una prostituta, una esclava o una actriz.

También establece la ilicitud de contraer matrimonio tras la ordenación bajo pena de ser depuesto, aunque permite que pueden hacerlo antes de consagrarse pero, advierte que a partir de ese momento deberá mantenerse casto. Acerca de los obispos reglamenta que tienen prohibido convivir con sus esposas por lo cual deben separarse de mutuo acuerdo para que ella ingrese a un convento lejano de la sede episcopal. Eso sí: él deberá mantenerla y si la mujer demuestra dignidad podrá ser ungida como diaconisa.

Tras el Quinisexto, se dispuso que quienes aspiraban al sacerdocio debían casarse o entrar en un monasterio antes de su ordenación lo que hizo que el matrimonio estuviese tan ligado al ejercicio eclesial que aún hoy un viudo no puede acceder al sacerdocio.

Benevolente, permitirá a los sacerdotes de las iglesias “bárbaras” que a causa de su “pusilanimdad” y de “la extrañeza e inestabilidad de sus costumbres” practicar la continencia total siempre y cuando no convivan con ellas para demostrar el cumplimiento de su voto y que cuenten con el consentimiento de su esposa.

Un problema sin solución
Las guerras de sucesión por el cetro carolingio entre Luis el Piadoso y sus hijos agravaron más -si es que se podía- la disciplina eclesiástica y tras la paz consagrada a la firma del tratado de Verdún, en 836 se convoca un concilio en la vieja sede imperial de Aquisgrán en el que se desnudan atrocidades como que en conventos y monasterios se aborta y practica el infanticidio. Espejo del futuro, recientemente en Irlanda se descubrieron cientos de fosas en las sedes conventuales destinadas a encubrir atrocidades contra niñas cometidas en los años 60.

Tampoco deben haber sido muy exitosos al punto que san Ulrico de Augsburgo, conocido por su rigor disciplinario, escribirá medio siglo después que el único modo de purificar a la Iglesia es permitir a los sacerdotes que se casen.

Habrá que esperar hasta el fortalecimiento de la autoridad papal con el inicio del primer milenio para empezar a remediar esta situación, eso sí antes -en 1045- Benedicto IX ,durante su segundo pontificado vendió su cargo tiara papal por 1500 libras de oro al arcipreste Juan de Graciano quien se transformaría en Gregorio VI, se dispensó del celibato, se casó y abandonó una Roma a la que invadió dos años más tarde en busca de un tercer pontificado, expulsado y excomulgado, Benedicto se hizo monje.


Benedicto IX de la dinastía Teofilacta que dio seis pontífices. Tres veces papa, murió monje

Cansado de fracasos, el papa Nicolás II, promovió el sínodo de 1059, que prohibió a los fieles de asistir a liturgias celebradas por sacerdotes que tenían concubinas.

Poco después, en 1074, Gregorio VII sostendrá que el orden en la iglesia llegará de la mano del voto de celibato para lo cual los sacerdotes “deberán primero escapar de las garras de sus esposas”. Una postura moderada frente a la que tomará Urbano II en 1095 que venderá como esclavas a las concubinas del clero romano y abandonará a sus hijos a la mendicidad.

La prohibición canónica llegará con el primer concilio de Letrán en 1123: “Prohibimos absolutamente a los presbíteros, diáconos y subdiáconos la compañía de concubinas y esposas, y la cohabitación con otras mujeres fuera de… la madre, la hermana, la tía materna o paterna y otras semejantes, sobre las que no puede haber justa sospecha alguna”, dictaminó en su canon tercero, mientras que, en sintonía, el papa Calixto II decretaba nulos los matrimonios clericales. Decisiones ratificadas por Inocencio II en el segundo concilio de Letrán y que volverán a ampliarse cuando, en 1173, el tercer concilio celebrado en esa ciudad sumará un canon contra los clérigos “amancebados, incontinentes y sodomitas”, sancionando a estos últimos con la pena de excomunión por ser “contrarios al orden de la naturaleza.”

Estos decretos de exclusión de los clérigos casados debieron ser impuestos muchas veces a través del uso de la fuerza especialmente en zonas rurales de Alemania, Francia, Inglaterra e Italia aunque no impidió que Inocencio VIII, Alejandro VI -el papa Borgia-, Julio, Pablo III, Pío IV y -hasta donde sabemos- el último, Gregorio XIII, quien reinó entre 1572 y 1585, tuvieran hijos ilegítimos.

Contemporáneamente, Bernard de Fontaine, conocido como Bernardo de Claraval, advertía: “…Quitad de la Iglesia el matrimonio honrado y el tálamo sin impurezas, y veréis como se llena de fornicadores, incestuosos, afeminados e impúdicos”. Bernardo no era un herético agitador sino que no sólo fue canonizado y ascendido a Doctor de la Iglesia, sino que -entre otras cosas fue promotor de la orden del Císter, predicador de la segunda cruzada y organizador de la Orden de los Pobres Compañeros de Cristo y del Templo de Salomón, es decir los templarios.

El tercer concilio de Letrán inauguró un sendero que concluirá en el derecho canónico que hoy rige a la iglesia católica: “El clérigo que cometa de otro modo un delito contra el sexto mandamiento del Decálogo (“no fornicarás” o “no cometerás adulterio” o “actos impuros” según diversas tradiciones), cuando este delito haya sido cometido con violencia o amenazas, o públicamente o con un menor que no haya cumplido dieciséis años de edad, debe ser castigado con penas justas (penas medicinales, expiatorias y penitencias), sin excluir la expulsión del estado clerical, cuando el caso lo requiera.”

Dos siglos más tarde, en 1322, Papa Juan XXII deberá insistir en este tema y precisó que no se debe ordenar al sacerdocio a un hombre casado sin el consentimiento de su esposa y dictaminó que si la mujer no lo diera, debería volver con ella, aún ya estando ordenado. Otros dos siglos más tarde y con la mitad del sacerdocio compuesto por hombres casados o en concubinato, un fraile agustino alemán, llamado Martin Luther y al que conocemos como Lutero, hace públicas sus 95 tesis y desafía al papado en una serie de cuestiones entre las que no podían faltar el celibato y la castidad.

Lo que comenzó como una prudente disidencia terminó en abierta rebelión y en completa ruptura con Roma y él mismo se casó -en 1525- con Katharina von Bora una ex monja a la que había ayudado a escapar junto a otras once de un monasterio cisterciense en Sajonia, sacándolas del convento dentro de barriles.


Martin Luther defiende sus tesis en la Dieta de Ausburgo ante Carlos V, sacro emperador

Pese a que Lutero creía que no sería un buen marido, parece ser que tuvieron una vida feliz con tres hijos y tres hijas, y a partir de ese ejemplo, las iglesias protestantes admiten y favorecen que sus pastores construyan familias.

Contrareforma o la reforma sin reforma
A la reforma de Lutero, Roma respondió el concilio de Trento que ratificó el celibato y la castidad pues “Dios no se rehúsa conceder ese don a los que lo piden con rectitud, ni ‘permite que seamos tentados por encima de nuestras fuerzas’”, con lo que confirmó la prohibición de casarse tras la ordenación, pero sin impedir la de hombres casados.

Previsor, ordenó establecer seminarios para formar candidatos célibes para evitar tener que recurrir a hombres casados, que después de la ordenación serían obligados a abstenerse de relaciones conyugales con sus esposas.

Salvo algunos espasmos y casos de aldea, retratados en coplas como la asturiana: “Ayer fui a casa‘l cura y nun vi más que una cama, onde durme’l cura, onde durmi’l ama”, que este cronista tuvo la oportunidad de oír en bares de paisanos, no hubo grandes novedades en este tema al punto que el Código de Derecho Canónico de 1983 -actualmente vigente- declara “simplemente impedidos para recibir las órdenes al varón casado, a no ser que sea legítimamente destinado al diaconado permanente”

“Los clérigos están obligados a observar una continencia perfecta y perpetua por el Reino de los cielos y, por tanto, quedan sujetos a guardar el celibato, que es un don peculiar de Dios mediante el cual los ministros sagrados pueden unirse más fácilmente a Cristo con un corazón entero y dedicarse con mayor libertad al servicio de Dios y de los hombres”, afirma.

Pero nada en Roma es tan sencillo ni tan lineal y siempre donde cierran puertas, abren ventanas. Así en 1930, el papa Pío XI en su encíclica Casti connubii establece la santidad e indisolubilidad del matrimonio y que entre los primeros deberes de los esposos figura el mutuo y cariñoso amor.


Juan XXIII, impulsor del concilio Vaticano II

En 1963, Juan XXIII inaugura las sesiones del concilio Vaticano II que en esta materia insistirá en la importancia del amor interpersonal elevado a la categoría sacramental para que los esposos en el libre y mutuo don de sí mismos consuman los actos propios del matrimonio pues este amor es “elevado a amor divino y es regido por la virtud redentora de Cristo”, lo cual los consagra “para las tareas y la dignidad peculiar de su estado por un sacramento”, es decir que el objeto matrimonial supera los actos conyugales para crear una íntima y amorosa comunidad vital.

Avances sin destinos
Lentamente, se empiezan a echar las bases para avanzar en materia de celibato y castidad. Lo que falta dependerá de las relaciones de fuerzas y del contexto histórico. Por ejemplo, tras el concilio Pablo VI no sólo se otorgaron numerosas dispensas al celibato para sacerdotes y obispos que manifestaron su voluntad de casarse, sino que se ordenaron sacerdotisas como Ludmilla Javorova y otras mujeres checas para atender las necesidades de las mujeres prisioneras del régimen comunista de Praga.


Ludmila Javoroba, ordenada sacerdotisa por Pablo VI.

Además, y en el marco del ecumenismo, el concilio facilitó excepciones a las normas que vedaban las relaciones conyugales de clérigos casados y la ordenación de casados.

En ese sentido, permitió “restablecer en adelante el diaconado como grado propio y permanente de la Jerarquía. […] Con el consentimiento del Romano Pontífice, este diaconado podrá ser conferido a varones de edad madura, aunque estén casados, y también a jóvenes idóneos, para quienes debe mantenerse firme la ley del celibato”, lo cual fue implementado por Pablo VI con el agregado de no alcanza “el consentimiento de la esposa” sino que, además, es necesario “su probidad y la presencia en ella de cualidades naturales que no sean impedimento ni deshonra para el ministerio de su marido”.

Otra limitación es que quien fue ordenado diácono “queda inhabilitados para contraer matrimonio en virtud de la disciplina tradicional eclesiástica.”

La apertura a otras iglesias -especialmente las ortodoxas y la anglicana- en el marco del ecumenismo también flexibilizó la norma para permitir que sacerdotes casados que tras ser parte de un clero no católico, se convierten y deseen ser ordenados en él sin que sea considerado una excepción o una dispensa papal, pues consideran que estas iglesias tienen tradiciones practicadas desde siglos y el retorno a la comunión con Roma no requiere su abandono y el reemplazo por el rito latino porque “el estado de los clérigos casados, que la práctica de la Iglesia primitiva y de las Iglesias orientales desde siglos sanciona, debe también ser honrado”.

Cor respecto a los clérigos de la esfera protestante, ya desde 1951 Pío XII permitió que antiguos pastores luteranos, calvinistas y anglicanos sean ordenados sacerdotes en la iglesia romana y continuar con su vida matrimonial. Estas admisiones rondan hoy alrededor de 300 casos.

“Pero todo esto no significa relajación de la ley vigente y no debe interpretarse como un preludio de su abolición (del celibato). Y más bien que condescender con esta hipótesis, que debilita en las almas el vigor y el amor que hace seguro y feliz el celibato, y oscurece la verdadera doctrina que justifica su existencia y glorifica su esplendor, promuévase el estudio en defensa del concepto espiritual y del valor moral de la virginidad y del celibato”, advierte Pablo VI en su encíclica Sacerdotalis caelibatus de 1967.

En el caso concreto de los anglicanos, tras la resolución de la iglesia encabezada por la reina inglesa de nombrar como obispos a mujeres, aumentaron las ordenaciones de sacerdotes casados que volvían a la comunión católica por lo cual Benedicto XVI publicó en 2009 la constitución apostólica Anglicanorum coetibus destinada a la creación de un ordinariato personal para recibirlos y en la que establece que “pueden ser admitidos a las sagradas órdenes de diácono y de presbítero (pero no de obispo) hombres casados que han ejercido los ministerio anglicanos de diácono, presbítero u obispo, si responden a los requisitos establecidos por el derecho canónico y no están impedidos por irregularidades u otros impedimentos”.

Hay otro caso pendiente de resolver en materia de celibato: el de los 90.000 curas casados -en América Latina se estima que hay 15 mil- que fueron obligados a abandonar el sacerdocio una cifra que toma mayor relieve si se tiene en cuenta que Roma cuenta con algo más de 41mil sacerdotes en sus filas lo que hace que cada pastor deba atender a casi tres mil feligreses y cada obispo a casi 240 mil.

Con una edad media del clero de 66 años, Francisco ya descartó el acceso de las mujeres al sacerdocio y piensa en decretar el celibato opcional aunque la diplomacia y las relaciones de fuerzas en la sede vaticana no harían fácil esta salida.

“El celibato obligatorio no es un dogma de la Iglesia y puede ser discutido porque se trata de una tradición eclesiástica”, señaló el secretario de Estado vaticano, el arzobispo Pietro Parolin,en 2014.

Mientras tanto, de los miles de casados sólo unos pocos pudieron completar los sinuosos y eternos trámites para solicitar la reducción al laicado ante la Sagrada Congregación para la Doctrina de la Fe, un calvario burocrático que requiere de pasos previos como el “traslado a otro lugar donde esté libre de peligros, con la ayuda, según los casos, de compañeros y amigos del peticionario, familiares, médicos y psicólogos.”


Clelia Luro y Jerónimo Podestá. El ex obispo de Avellaneda y su esposa

Pero como la necesidad tiene cara de hereje, hubo casos en que el cura casado siguió seguido ejerciendo con el consentimiento tácito de su obispo y en el marco de un comunidad de fieles que lo acepte. En España, por caso, se estiman en algunos cientos a los que hay que sumar el medio millar de sacerdotes casados llegados del este de Europa.

Con una aceptación del cura casado de más del 70 por ciento por parte de las feligresías, comenzaron a cosechar algunas tímidas adhesiones públicas entre el episcopado aunque lo cierto es que los años de pontificado de Francisco no hay demasiadas señales de vientos de cambio en esta materia.

Asociación de Música Tradicional Muyeres 
Romance de Delgadina, interpretáu por Marta Elola y Morgane Le Cuff nel Festival del Arcu Atlánticu de Xixón.



Publicado en InfoRegión el 3 de enero de 2020

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