Buitres



Hacía tiempo que él ya había dejado de interesarse por ella. Hubo un momento en el que el amor lo había guiado tras sus indisimulables huellas, luego fueron los celos y, finalmente, la piedad.

Tras la piedad llegaron el odio y el despecho. Finalmente fue la curiosidad casi antropológica y la vanidad de ver cómo se cumplían sus pronósticos.

La llegada del buitre lo preocupó. Era un fiel representante de esa especie carroñera que buscaba víctimas deterioradas emocionalmente y con escaso conocimiento de las cosas a las que seducía momentáneamente con su implacable virtud: decir a cada cual lo que deseaba escuchar y ser un compendio de estúpida corrección política.

Ella era una víctima ideal: de escasa formación pero con cierta capacidad para incorporar palabras y cadenas significantes que no alcanzaba a comprender pero sí a repetir, confundía evolución con descarte e ignoraba todo acerca del aprendizaje. Seguía siendo una niña que se escondía detrás del capricho pero imploraba por aprobación.

Ignorante y pretenciosa, ella fue rápidamente presa del necrófago a pesar de que -en teoría- ya había sido advertida de su existencia.

En realidad, era un juego masturbatorio de consuelos: ella se sentía escuchada y él podía dar rienda a sus módicas y eyaculatorias fantasías de poder, ésas que surgen de una madre omnipresente y castradora.

Si bien no era un fenómeno nuevo este de fingir sapiencia al amparo de su exagerado escote, la pretendida y ensayada caballerosidad de este especimen lo alteraba especialmente pues pocas veces había visto a alguien arrastrarse tanto para obtener atención femenina.

"Ignorante y pretenciosa, ella fue rápidamente 
presa del necrófago a pesar de que 
-en teoría- ya había sido advertida de su existencia."

En un momento se preocupó por ella, quien, al fin y al cabo, había sido parte de su vida, luego, la situación lo divirtió y se sintió un espectador privilegiado de una comedia anunciada.

Fue en ese momento en que recordó la sentencia de doña Purificación, una manchega sin edad que siempre vestía de un negro que resaltaba sus larguísmos cabellos de plata: "En el pecado tienes la penitencia, hija."

León Gieco, Quizás le dancen los cuervos

Es que hay tanta gente
que no mira ni a los ojos
mezcla de poca suerte, broncas y odios.

Es que hay tanta gente
que se siente despareja
hacen que otros cuelguen de sus condenas.



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