Ellas, las mineras

“Hay una lumbre en Asturias
que calienta España entera…”

Por Gerardo Cadierno. 1962, Mieres, Asturias. Siete mineros son despedidos de la mina Nicolasa por pedir mejoras laborales y salariales. Nada extraño en medio de la dictadura franquista, donde al obrero que reclama le corresponde -con suerte- el despido cuando no la cárcel y la tortura. Pero Asturias es Asturias y sus mineros en 1957 y 1958 ya habían desafiado al régimen con huelgas en el pozo María Luisa y en las minas de La Nueva.

Siete despidos fueron el grito de solidaridad que desató una huelga de tres meses que enhebraron las cuencas mineras y pusieron en la prensa mundial nombres como Lena, Mieres, Langreo, San Martín del Rey Aurelio o Gijón, para extenderse por la piel de toro hasta abarcar a 28 de las 50 provincias españolas.

El régimen, actuó como siempre: represión, palos, extrañamientos, despidos y ataques a las familias de los huelguistas, muchos de los cuales se echaban al monte para evitar ser encarcelados.

El desafío al dictador pronto rompió las fronteras: marchas en Bélgica, Franca, Alemania, colectas en América y notas en Le Monde, New York Times o Il Corriere della Sera. Hasta Pablo Picasso dibujó la lámpara minera alumbrando a los libres del mundo. Ya no era una huelga: era La Huelgona y 300.000 trabajadores paraban en una España en la que no se hablaba de nada y en la que se obedecía hasta en la cama.

En esa España, las cuencas mineras asturianas no eran un lugar cualquiera, a las pésimas condiciones de trabajo que garantizaban al minero una muerte por derrumbe, explosión o silicosis y a la escasez de todo, se sumaba que esa región desde la revolución de octubre del 34 estaba catalogada como roja y que durante la posguerra sus montes habían sido ricos en un maquís que persistió durante dos décadas.

Esa guerrilla, obviamente, pudo subsistir durante años gracias al apoyo de la población civil y ese apoyo sólo pudo ser posible gracias al apoyo de los invisibles. Y en la España de Franco ésas eran las mujeres. A pesar que las mujeres habían trabajado en todos los ámbitos de la mina, es especial relevando a maridos enfermos de silicosis, polvo de carbón en los pulmones, que no era reconocida como enfermedad laboral, ellas cobraban la mitad y a nombre del esposo pues era ilegal que las mujeres fueran mineras. Las mujeres no salían en las fotos, pero estaban. Mujeres como Anita Sirgo, Constantina Tina Pérez o Celestina Marrón, parieron y coordinaron la resistencia que haría posible una huelga de dos meses.

Para 1962, los mineros tenían el mismo sueldo que en 1956 a pesar que el precio de los alimentos se había incrementado en ese sexenio entre un 50 y un 200 por ciento. La carestía, el hartazgo de un régimen que hablaba de una prosperidad que no les llegaba, el ingreso al mundo del trabajo de una generación que no había vivido la guerra y – especialmente- la tradición solidaria de los mineros eran un cóctel tan explosivo como la dinamita.

El toro sin laberintos
La chispa de la huelga que hizo temblar al régimen empezó por el lugar menos pensado: a
Francisco Fernández, conocido como
El toru (Toro en asturiano) le cambiaron el horario y ya no puede arrimarse hasta la mina La Nicolasa en tren, ahora son dos horas a pie para ir y otras dos para volver. Eso sin contar las ocho que pasará a casi medio millar de metros bajo el suelo. El Toru
, no sólo que no es comunista sino que es un falangista que marchó como voluntario con la División Azul para ayudar a Hitler a eliminar el bolchevismo.


“Nun bajo”, dijo y junto a él otros se negaron, luego uno más y, luego, otro  más, y así de uno en uno, hasta que, sorpresivamente, se suman los militantes de la Juventud Obrera Católica (JOC), seguidos por los socialistas de UGT, y, finalmente, los comunistas. Todo eso sin actos, ni reuniones, apenas las palabras mínimas para evitar a espías y chivatos


El minero sabe quién es su compañero y sabe cómo romper los cercos informativos. Y, otra vez, las mujeres, llevando panfletos entre sus ropas, comunicando noticias mientras rezaban rosarios o se reunían (nunca más de siete) para asignar tareas y compartir información ante unas mesas de tejido que olían a café y en las que la Guardia Civil nunca lograba encontrar nada comprometedor pues nadie tomaba un apunte, nada se escribía porque todas sabían que de ser sorprendidas acabarían en la cárcel.

“Antes no había móvil, tenía que ser todo caminando y con la lengüina. Había veces que salíamos a hablar con las otras mujeres por la mañana y no volvíamos hasta por la noche”, explicaba Anita como organizaban los piquetes de mujeres que impedirían que los esquiroles intentasen romper la huelga pues sus hombres estaban fugados en el monte o en prisión.




Así, con pimentón picante, para echar en los ojos de los que se ponían faltosos, o zapatos de tacón para romper una testa custodiaban la pelea. Una de las estrategias más eficaces era echar maíz en el camino del paisano que quisiera ir a trabajar, una clara alusión que era considerado un gallina. Muchos de esos hombres prefirieron pegar la vuelta o no salir antes que afrontar esa vergüenza.
“O todes o nenguna”, gritaban cuando algún guardia pretendía demorar a alguna de ellas. Y se entrelazaban los brazos, para evitar arrestos individuales que solían ser conmutados por palazos grupales.

Las mujeres también tenían a cargo la logística: recaudar dineros y mercaderías, garantizar que las compañeras sólo compraran en las tiendas que daban fiado a las familias huelguistas, enviar fondos a a los más de 120 deportados, a los 198 despedidos o llegar un plato caliente a las mazmorras donde padecieron hasta 356 huelguistas encarcelados.

También centralizaban los fondos que llegaban desde la emigración asturiana no sólo de Madrid o Barcelona sino desde Cuba, México, Venezuela, Argentina, Bélgica, Suiza, Alemania, Francia… dineros que repartían en sobres que pasaban, furtivas y anónimas, por debajo de las puertas.

Anita y Tina
Hasta que llegará el día fatal en el que Anita y Tina serán arrestadas, y con eso, golpeadas y torturadas durante ocho días en el que el represor Leiva ordena que las rapen. No hay confesión ni crimen y deben soltarlas. Leiva les ordena que se cubran la cabeza rapada con un pañuelo al salir para no generar disturbios. Ellas se niegan: son paisanas asturianas y como tales muyeres de cabeza en alto y así salen, dignas y rapadas,

Anita no deja pasar la ocasión y se saca una foto que dará la vuelta al mundo.

Cuando un grupo de intelectuales firma una carta -conocida como el Manifiesto de los 102- el por entonces ministro de Turismo e Información del régimen, Manuel Fraga Iribarne, la definirá como “hija de un bandolero muerto por la fuerza pública, que tanto en éstos como en anteriores conflictos trata de impresionar a las mujeres de los mineros y convertirlas en elementos contendientes que coaccionen a los que pretendan volver al trabajo y realicen manifestaciones.”

Y sobre el rapado sostendría cínico: “Parece, por otra parte, posible que se cometiese la arbitrariedad de cortar el pelo a Constantina Pérez y Anita Braña (el apellido de casada de Sirgo), acto que de ser cierto sería realmente discutible, aunque las sistemáticas provocaciones de estas damas a la fuerza pública la hacían más que explicable, pero cuya ingenuidad no dejo de señalarle, pues es claro que la atención que dicha circunstancia provocó en torno a sus personas en manera alguna puede justificar una campaña de truculencias como la que se orquestó. Vea, por tanto, cómo dos cortes de pelo pueden ser la única apoyatura real para el montaje de toda una ‘leyenda negra’ o ‘tomadura de pelo’, según como se mire.”

Ellas resignificarán el rapado. De estigma vergonzante, lo transforman en signo de dignidad. Esa foto les salió cara: la menudina Tina muere a los dos años a causa de los malos tratos y Anita queda medio sorda.

Anita no podrá despedir a Tina porque está exiliada en París, tras acertarle un zapatazo a un guardia civil por lo cual el partido Comunista donde militaban ella y su marido decide sacarla de su tierrina durante un tiempo que Anita usará para aprender a leer y escribir. La lembranza es grande y pide volver aunque sabe que irá a la cárcel. “Allí estaba presa, lejos de mis fías y el mi home. En la cárcel, por lo menos, van menguando los días de pena”, mentaba.

Regresó en 1966 y la condenaron a tres meses de cárcel y 100.000 pesetas de multa que se negó a pagar. “No las tenía y no iba a consentir que nadie las pagara y no quería que se riesen de nosotros”.

La historia detalla otros nombres como las once mujeres detenidas y maltratadas en Langreo, primero, y en la cárcel gijonesa de El Coto: Ester Amaro Suárez, Celestina y Paz Baragaño García, Isabel Bejarano Palomino, Isaura Díaz López, Honorina Díaz Solís, María Fernández Zapico, María Luz Morán Díaz, Laudelina Roces Terente, Josefa Suárez Viego y Eloína Zapico Roces.

También están las mujeres de Laviana que como las de Langreo permanecieron un mes en El Coto: María Alonso Suárez, Carmen y Manuela Fernández Alonso, Ángeles González Gamonal, Dolores Marcos Castro, Aurina Martínez Alonso y Ana San Pablo García.

"Fue una lucha histórica y heroica con los hombres
en la superficie y las mujeres en el subsuelo de lo cotidiano.
Pero ya sabemos qué pasa cuando el subsuelo se subleva,
lo viejo cae y se pare lo nuevo."

Los mineros asturianos volvieron al trabajo entre el 4 y 7 de junio tras lograr que un ministro de Franco se llegase a negociar con los huelguistas y accediese a las demandas obreras. Un hecho inédito pues la huelga era un delito equiparable a la rebelión militar y, sin embargo, el régimen negoció con quienes, bajo sus dictados, eran delincuentes.


Además, las minas eran privadas pero no sólo quien negocia es un ministro y no la patronal, para más las concesiones se decidieron en Consejo de Ministros presidido por el dictador y se publicaron en el Boletín Oficial que debió anunciar la concesión de un subsidio de 75 pesetas por tonelada de carbón producida de destinadas a la subida de los salarios.

Las invisibles de siempre
Tras las huelgas, las mujeres siguieron organizadas para garantizar el cumplimiento de los acuerdos y ayudar a los damnificados, auxiliar a los deportados o denunciar cuando las pagas eran incorrectas. Así fue que organizaron marchas a Oviedo, la capital asturiana, un viaje a Roma para ver al Papa Juan XXIII que las recibió a pesar de que Franco se consideraba un cruzado y entraba a los templos bajo palio; o se encerraron en iglesias.

Y, nuevamente, cárceles, golpes y persecusión, tal como cuando en 1965, tomaron por asalto la comisaría de Mieres. Sin embargo, la épica de esta lucha fue invisibilizada en gran parte porque las miradas de la época no estaban listas para ver a las mujeres protagonizar la lucha, así como, tampoco, ellas estaban listas para dejarse mirar. Fue una lucha histórica y heroica con los hombres en la superficie y las mujeres en el subsuelo de lo cotidiano. Pero ya sabemos qué pasa cuando el subsuelo se subleva, lo viejo cae y se pare lo nuevo.

“Era una solidaridad que no veo por ninguna parte hoy, cuando hay tantas o más razones que entonces. Una de las mujeres que venía a los piquetes, con un palo que quitó a una banqueta, tenía más de 70 años. Tenía a sus dos fíos en la mina. No logro entender lo que pasa hoy porque si no mantenemos el ánimo, vidina del alma mía, esto no hay quien lo soporte, porque sufrimos mucho, mucho, mucho”, cuenta Anita que, con casi 90 años, es firmante de la causa contra los crímenes del franquismo investigados por la jueza argentina María Servini. ¿Su causa? Avelino, su padre, que se echó al monte tras la guerra, nunca más lo vio y aún no sabe en qué zanja yace asesinado.

La huelgona del 62 marcó el inicio del fin de un franquismo al que aún le quedaba mucho daño y muerte para dar, una agonía tan larga y miserable como la del dictador.

Click para ver La huelga del silencio, un documental de la RTVE


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